Ditirambos

¿Santiago Calatrava proyecta como habla? En la entrevista sustanciosa y cañera de Irene Hernández Velasco que traía El Mundo este jueves, el arquitecto afirmaba: «Los avatares de la vida de una persona discurren por ditirambos que uno puede controlar hasta cierto punto». Para que se entienda, estaba explicando su temprana salida de España, con veintiún años, y cómo se avecindó en Suiza. O sea, que los ditirambos en realidad deberían conmutarse por vericuetos, veredas, sendas, trochas o simples caminos. El término que emplea no se acerca ni remotamente, en ninguna de las tres acepciones que recoge el DRAE, al significado lógico que parece deducirse de su declaración. Y lo más cómico es que, considerada en su literalidad, tampoco carece de sentido: hay ditirambos que a uno le llegan y no se sabe muy bien cómo. Igual es un poco su caso.

No hace falta salirse de las tres páginas completas que le dedicaba el diario para comprobar por qué. La propia entrevistadora empezaba fuerte, interesándose por su opinión sobre el hecho de que una web española recoja «las pifias de Calatrava». La última de ellas por ahora consiste en que al cascarón del Palacio de las Artes de Valencia le están saliendo arrugas. Preguntado por el asunto, la respuesta del autor fue: «¿Qué arrugas? No sé...». Poco hábil sí estuvo. Podía haber aprovechado para improvisar un discurso acerca de la concepción de la arquitectura como mimesis orgánica que conlleva el envejecimiento dérmico de los materiales en paralelo al de la piel humana, u otras chorradas por el estilo. Hubiera quedado como un chapucero cínico, que siempre será menos malo que quedar como un chapucero estólido, impresión que dio al manifestar que ni siquiera sabía de qué le hablaban.

Sin negar el talento de Calatrava, una cosa sí parece obvia, y es que en cuanto a relación entre calidad y precio no parece la mejor de las opciones para que te diseñe algo. Sale carísimo y luego hay que subsanar cuestiones técnicas esenciales a las que el creador, en su torre ebúrnea de genialidades abstractas, de formas puras, parece conceder relevancia escasa. Puede haber sido un lapsus sin más, pero surge la tentación de emparentar —tal es la distancia entre lo que quería decir y lo efectivamente dicho— los ditirambos con las obras ejecutadas. No convendría que Calatrava proyectase como se expresa. Y, sospechosamente, proyectos y expresión parecen compartir un mismo rasgo: grandilocuencia aun a falta de rigor. Cierto, pues, pese a todo: hay ditirambos que son imprevisibles.

 
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