Las hijas del Doctor Albert (II) – Un cuento de verano

(Para leer la primera parte pulse aquí).

Mi primo dormía, mis padres dormían, a las doce se retiraba la recepcionista y sobre el mostrador del hotel sólo quedaban la lámpara y el timbre. Era la primera noche de mi vida. Me engominé, me afeité un indicio de bigote, me froté –sin ahorrar- la cara y el pecho con colonia. Al bajar, saboreaba mi incertidumbre como una libertad. Tenía dos mil pesetas: era omnipotente.

Me pesaban los pantalones largos tras los pantalones cortos pero la urgencia era caminar y caminar. Había contornos oscuros de gentes por la playa, unas luces de pesqueros; los últimos matrimonios volvían silenciosos y cansados a lo largo del paseo marítimo vacío, mirando las baldosas, hablándose acaso como uno habla cuando tiene mucho sueño. A veces pasaba un coche, un fogonazo. Las farolas daban al mundo un aspecto detenido; hacían del paseo una perspectiva congelada, inacabable, demasiado grande como para no provocar algo de miedo. En las casas encendidas –pensé- vivía gente más feliz que yo. Los desprecié.

La noche estaba silenciosa como una rendición pero yo estaba predispuesto a todos los pecados y todos los peligros: era una sensualidad que caminaba, una determinación sin concreción, más allá del amor y de la rabia. Buscaba los neones, los rincones oscuros, el sentimiento de la pérdida. Una brisa de mar subía por los brazos y llamaba a sensaciones innombrables.

Caminé rápido al barrio de los pescadores. Me gustaba y me inquietaba: las luces amarillas, las calles tan estrechas en las que de día no daba el sol y de noche no se podía ver la luna. Ahora olía a fruta descompuesta, a vinazo y almacén. Cada calle era un peligro y en cada esquina podía aparecer –visto y no visto- alguien inquietante. Me llegaba un segundo de música al pasar frente a los bares; todo lo demás era silencio. Miraba por las ventanas, indeciso: veía a hombres que hablaban con el camarero, en la mano un casco de cerveza. Lo hubiese dado todo por ser uno de ellos.

Las puertas despedían a grupos de parejas risueñas; salían como una estampida hasta que en la calle se remansaban y los chicos cogían a las chicas por los hombros y echaban a andar y sus risas se perdían. Ya habían colgado las banderitas de la fiesta, los carteles que anunciaban –en blanco y negro- a la Orquesta Maracaibo. La cantante tenía los muslos como dos mortadelas. La calle se acababa. Creía evaporarme.

Todavía caminé. Había terrazas en la plaza, junto a Santa Águeda; los camareros fumaban y hablaban entre ellos, recogían las cajas de bebidas. En la plaza de la Estación, no sabía si pensar o si sentir y busqué un banco para fumarme un cigarro. Era tarde. El tiempo me cuajaba entre las manos.

Quería que todo tuviera un cumplimiento, quería empujar –ahí en frente- la puerta del Central, pasar bajo esas luces, beberme una cerveza a morro en una mesa y que una camarera se acercara para hablarme o que alguien me contara cosas o me hiciera reír o al menos ver a gente; o quizá sólo quería beber y fumar hasta no pensar ni sentir nada y que se me hiciera tan tarde como para no volver ya nunca. Entrar o no entrar. Una oportunidad. Dos mil pesetas. Dudaba, y mientras dudaba alguien salió del bar con una vara de hierro y echó el cierre de la puerta a media altura.

Al volver, su casa seguía encendida. Y era como si me quisiera decir algo.

 

***

Mi padre sólo pudo abrir penosamente la puerta de la terraza y eso me dio tiempo para tirar el cigarro a la calle y componer una expresión –nada inhabitual- de concentración sobresaltada. Mi padre venía a hacer de padre o quizá sólo venía en inspección de estudios.

- Qué maravilla, tú… Qué bien se está aquí.

- Ya ves.

Uno nunca puede bajar mucho la alerta. Sobre la mesa, mi padre vio un paquete de Lucky.

- No me gusta que vayas fumarreteando por ahí.

- Es de Ramón.

- Ya.

- Te juro que es de él.

Se acababa de levantar de la siesta y estaba de un humor tan pacífico que –simplemente- optó por mirarme con toda santidad. Se acodó sobre el balcón y estuvimos hablando sin vernos las caras. Por suerte, mi padre nunca hablaba mucho. Al menos a mí.

- ¿Cómo lo llevas?

- Lo llevo bien…bastante bien.

- Ahm. ¿Vas a aprobar?

- Yo creo que sí. 

- ¿Pero aquí no te distraes?

- Es que en el cuarto hace calor.

- Ya, eso ya.

Inspección de estudios superada. Mi padre miraba por el balcón como si viera un mundo nuevo cuando en realidad su cuarto no tenía vistas tan distintas. Al minuto, se dio la vuelta con expresión jocosa:

- Hombre… ya sé yo por qué sales a estudiar…

Acababa de ver a las Albert.

- Sí, ahí estoy todo el día, con el telescopio, ya ves tú…

Parecía tan cómodo mirando el jardín de las Albert que me vi obligado a molestarle.

- ¿Por qué no me dais paga este año?

- Eso díselo a tu madre. Pero vamos, que yo sepa vas muy bien…

- Es para no tener que estar pidiendo todo el día.

- Ya.

- A todo el mundo le dan paga.

- A todo el mundo no.

- Pues a casi todo el mundo.

- A los que aprueban.

Éramos distintos y codiciábamos cosas distintas. Mi padre codiciaba la finca –casa y piscina- del doctor Albert.

- Qué barbaridad. Cómo tienen los aligustres. Eso tiene que ser abono químico.

- Papá…

- Qué.

- Si apruebo todo en junio el año que viene, ¿me compras una moto?

Me miró como si hubiera perdido la cabeza.

- Y tú, ¿me compras una casa?

Al menos había conseguido plantear el tema de la moto.

- Bueno, te dejo estudiar.

Y también había conseguido echarle.

Me levanté a cerrar la puerta y me encendí –por fin- un Lucky. Sonó un toque en el cristal y el Lucky voló por el balcón.

- Estate listo pronto, que hoy cenamos a las ocho y media.

Así no había manera de estudiar.

***

- Esta merluza es congelada. Parece mentira.

En su mediana edad, mi madre hallaba un aliciente vital en el quejarse.

Las cenas en el comedor del hotel eran diarias y quizá por eso las recuerdo como iguales, un ambiente de color amarillo entre cortinas rosas oclusivas, el silencio de una sala demasiado vacía para ser tan grande y ese medio pelo un poco triste que suele haber en cualquier hotel de tres estrellas.

- Pues el mayor de los Pérez Paúl se ha roto la clavícula con la bicicleta y se lo han tenido que llevar a urgencias.

Otro aliciente de mi madre era la expansión del rumor o la noticia cuando no –más crudamente- de la crítica.

- Mira, Maricarmen habrá sido lo que quieras pero ya no tiene años para ir por ahí como va ahora.

Mi padre y Ramón no se molestaban en levantar la cabeza del plato salvo para hacer de corifeos si mi madre se quedaba sola, o cuando ellos mismos tenían alguna muy gruesa que decir.

- El niño de Lali, qué cosa más fea, por Dios.

- Parece medio negro.

- En eso habrá salido al padre.

La camarera –una chica del pueblo, muy rotunda- me daba trato de favor y me servía cada día un extra de patatas fritas o una bola más de helado: el entretenimiento de comer me compensaba del tedio de escuchar y no era más que medianamente infeliz al comer con hambre y pensar con amor en las Albert. Sin embargo, tampoco había que bajar la alerta en las comidas:

- Albert se va a ir unos días a la corcha. Como si necesitara más dinero.

- ¿Qué corcha?

- Sacar el corcho. Tiene alcornocales por ahí, en Badajoz o en Cáceres, pero va poco.

- Eso no lo sabía yo…

- Pues ahí se va a llevar un buen pellizco.

Aquello podía ser el cielo o el infierno. Las bolas de vainilla se me hacían agua en la copa hasta que Ramón me espabiló con una colleja:

- Venga, enano, que nos vamos al cine.

- Que no me llames enano, jo…der.

Dije ‘joder’ en voz muy baja. Mi madre era puntillosa con las formas en la mesa.

***

En el cine de verano estaban esos padres de familia mesocráticos que pasean con el jersey sobre los hombros y que apacientan a su mujer y a los niños a la espera de que abran la taquilla. También estaban esas chicas mayores que van demasiado arregladas para el cine pero no demasiado arregladas para salir después del cine. Yo empujaba a Ramón para colocarnos a barlovento de algún núcleo femenino a hacer la cola: las Albert eran un absoluto de amor o desamor mientras que las demás entraban dentro de los placeres tolerables de la vista o incluso de una mínima infidelidad entendida como aliviadero del corazón. El polvo se les pegaba a los zapatos y me paraba a contemplar su paso dudoso con los tacones por la grava.

Ramón era un maniático del silencio absoluto y de las primeras filas. A mí me daba igual: me conformaba con creerme durante varias horas lo que fuera, con sentir tanta y tanta gente en ese absurdo del descampado, con ver los eucaliptos de fuera que tenían en lo oscuro el mejor aire misterioso, hasta que llevaba la vista a la pantalla y luego al público y me fijaba en los rostros plateados por la luz. Y cerraba los ojos un momento para palpar la noche fría, con la luna allá arriba que parecía decir que sí a todo mientras a nosotros se nos hacía gloriosamente tarde y andábamos todavía por ahí.

Y las luces se apagaron y comenzó mi parte preferida. Movierecord.

- Mira las payasas estas.

Quedé congelado: las Albert siempre daban la impresión de tener planes más fascinantes que ir al cine. Y sin embargo ahí estaban, colocando las chaquetas y los bolsos en la silla, totalmente ajenas al ruido o la molestia que pudiesen hacer sus cuerpos ya tocados de gloria pero todavía no de transparencia. No, no les parecía importar que las miraran, y yo las miraba como si bebiera y de pronto hubo un segundo en que la mirada de Ana o tal vez la de Clara se cruzó con la mía y en ese momento del cruce de miradas –una mirada que ya ha reconocido, la otra que va a reconocer- puede suceder que salte algo.

- ¡Hombre! ¿Qué tal? Nosotras siempre tarde a todas partes… -y se reía –ja, ja-, y se reía.

Y mientras yo decía ‘fenomenal, fenomenal’, ella se volvió a su hermana y le hizo un gesto y me imagino que le comentó que ahí estaba el mirón de las seis o -con suerte- ese chico tan simpático del otro día, el de las bolsas; y la otra hermana se dio la vuelta y nos saludamos con la mano y la sonrisa, y yo ya ni cabía en el asiento.

- ¿Pero tú de qué conoces a las Albert?

- De por ahí.

Mi primo rabiaba en silencio y yo me rebozaba en una sensación de gozo cuando Ana o Clara –igual daba- se giró de nuevo y me habló con esa manera tan rara de hablar que es gritar en susurros:

- ¡Oye!

- ¿Qué?

Estaba apurado. A mí no me daba igual que la gente me mirara…

- Tráete mañana a alguien y jugamos a dobles, ¿vale?

- ¡Vale!

Ramón me dijo que con esas ‘payasas’ no jugaba ni de broma pero a saber si lo decía en serio. 

Contra la costumbre, la primera película parecía romántica –una carcelera que se enamoraba de un preso- cuando las películas de amor feliz o amor fatal las solían poner tras el descanso. En el descanso, yo me iba a acercar a ellas para concretar casualmente la hora y ser casualmente gracioso, y por supuesto iba a ir fumando por la misma razón por la que los pavos reales extienden la cola... Y mientras tanto ardía en la silla y Ramón me daba codazos para que dejara de moverme, y de la película me enteraba sólo a medias, entre la expectación y la búsqueda ansiosa de palabras y una irradiación de amor y un deseo capaz de materializarlo todo y la sombra y la luz cadenciosas por entre sus flequillos. La película terminaba en el reencuentro de un beso, la emoción se extendía como una niebla por el descampado, y yo interpreté todo esto muy a mi favor. La hora había sido un vuelo.

Volvieron las luces y las niñas Albert se fueron rápido. El descanso servía para el baño. Había que esperar. 

Me puse de pie para fumar, sin saber bien qué cara hacer, mirando un poco a Ramón, mirando un poco a todos lados, inflando –en lo posible- pectorales y deltoides. Vigilando.

Las niñas tardaban.

Segundo cigarro y la segunda película –otra romántica- iba a empezar, y ellas seguían sin volver y sus asientos seguían sin ocuparse y yo iba teniendo premoniciones de fatalidad y luego de esperanza, fatalidad y esperanza, porque esperar es arder, hasta que me di cuenta de que iba a ser el último en sentarme y me senté. Y con el rabillo del ojo vi que las Albert alborotaban en la esquina derecha de la pantalla como antes habían alborotado frente a mí, sólo que ahora buscaban cuatro sillas porque ya eran cuatro y no dos, y la fatalidad había ganado a la esperanza y una mano de hielo me apretó por todo el cuerpo porque eran dos chicos y además eran mayores y llevaban camisas que brillaban en la oscuridad y parecían como de una raza superior. Les oía reírse, desde lejos.

- ¿Qué, has visto? Tus amiguitas tienen novio.

- 'Ramón', le dije, 'Ramón, tú eres gilipollas'.

…SE CONTINUARÁ…

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