Las hijas del Doctor Albert (III) – Un cuento de verano

Seguramente hay maneras honrosas de afrontar lo deshonroso, y al salir de la ducha yo ya había perfeccionado mi resignación para morir después del tenis y mientras tanto agonizar con alegría. Así que me puse el polo de la suerte y bruñí las zapatillas con ese vitalismo que al parecer les entra a algunos condenados que silban o canturrean camino del final. Por los ventanales de la escalera, me sorprendió tener tantos motivos para odiar al mundo y que el mundo en cambio fuera esa mañana recién hecha, con un sol de optimismo y un viento acidulado que movía mansamente las celindas: todo era –sin duda- muy bonito, pero a mí no me iba a engañar el cielo azul. En el desayuno, me encontraba tan anestesiado que mi madre me tuvo que pedir la mantequilla tres o cuatro veces y al final me dijo que si estaba tonto. A punto estuve de responder que sí.

                                                         

Era muy típico en Ramón tener el día fino en estas circunstancias, por lo que me mareó de lado a lado de la pista de tal manera que no podía ni quejarme. El drive se me iba fuera y los reveses se me iban a la red pero yo ya estaba en esa disposición de ánimo por la cual las desgracias son desgracias pero en ningún caso son sorpresas. A Ramón le veía con una soltura y una alegría que nunca le había visto –como transfigurado por el buen humor- y yo sabía que esa era la réplica de mezquindad voluntaria o involuntaria a mi infortunio, aunque me sentía tan abandonado de mí mismo que me alegraba el bien ajeno incluso si corría de mi costa. A las once y media ya tuve que pedirle un alto el fuego y escapé al vestuario a lavarme la cara y a beber. Me miré en el espejo hasta que conseguí aprobarme: estaba tonto, en efecto. Tan tonto como para tener alguna esperanza todavía.

Las había imaginado llegar, había imaginado irlas distinguiendo desde lejos, verlas acercarse y agrandarse, ver su paseo como si fuera un desfile, esperarlas, recibirlas, mirarlas primero a las dos y mirarlas después una por una y sonreír con una de esas sonrisas que muestran no sólo dientes blancos sino una aprobación a la totalidad, bienvenida y calidez de corazón. Nos tuvimos sin embargo que conformar con oír su llegada –‘¡hola!’, ‘¡hola!’- a la mitad de un punto y con devolverles el saludo a la carrera: desde el fondo de la pista, busqué con los ojos el momento propicio de su déshabillé pero no había tal déshabillé sino que ya venían vestidas para el tenis, y una seguía nuestro juego y la otra buscaba algo en su capazo y no lo terminaba de encontrar. Mi último revés iba a ser un éxito pero se estrelló –como una premonición- contra la red. ‘¡Qué pena!’, gritó una hermana. Y yo lo agradecí.

‘Qué tal, qué tal’: ellas eran así, iban siempre de dos en dos y decían todo de dos en dos e incluso pidieron ‘perdón, perdón’ por llegar tarde. La regla del dos se quebró con los dos besos pues estábamos demasiado sudorosos. La primera sonrisa fue una descarga. De inmediato, pude sentir más que observar que Ramón se iba haciendo pequeño o invisible mientras que un segundo de las Albert me bastó para tener la placidez y la calma y la punta de excitación que uno suele asociar a la sensación de vuelta a casa. Eran un acogimiento. En la media mañana, ellas tenían las caras limpias como las manzanas y una sonrisa perfectamente navegable: con sus polos de piqué de color rosa niña, parecían ciento setenta centímetros de algodón dulce multiplicado por dos y puesto en pie. Nuestros ojos triangulaban. Daban ganas de quedarse un mes así. Allí.

De cerca, estaban tan guapas que uno estaba dispuesto a pasarles por alto casi todo, incluso el que hubieran estado ‘hasta las tantas’ con los chicos en La Mina –ay, dolor-, que se hubieran despertado ‘de milagro’ y que hicieran pompas con el chicle sin saber que eso duele. Hablaron con entusiasmo de ‘Cárcel de amor’ y yo opiné que era una maravilla de película y Ramón tuvo que decir que el guión era muy débil, afirmación que causó un momento de estupor, el final en frío de la conversación y la retirada de las niñas a recogerse el pelo. Le odié bastante.

-         Quien pierda, invita luego a las coca-colas –grité yo.

-         Vale – gritó una Albert.

Empezamos a pelotear, y Ramón y yo nos buscamos un par de veces para hacernos los misteriosos:

 

-         Las dejamos ganar, ¿no?

-         Qué dices, estas son buenísimas.

Del otro lado de la pista distinguía a Ana y a Clara pero las confundía o las mezclaba, a veces queriendo, a veces sin querer, como un mareo muy dulce, mientras nos lanzábamos y nos devolvíamos golpes blandos igual que si jugáramos a las palas, hasta que el embeleso o el peloteo dejó paso al partido.

Y bien, es posible que haya una manera masculina y otra manera femenina de jugar al tenis, un placer distinto y una competitividad distinta pero –lamentablemente- aquí no hablamos de esto: creo que no tardamos ni un minuto en saber que nos iban a dar una paliza. Su superioridad era tan grande, el desnivel tan acusado, que ni siquiera nos dolía hacer de sparrings y correr y cruzarnos y chocarnos arriba y abajo de la pista con la lengua fuera, mientras que ellas golpeaban como un molinillo y eran una galerna de raquetas y de piernas, coordinadas las dos en un baile de apariencia tan inmóvil que –de hecho- no se les movía un pelo de su sitio, jugadoras de plena majestad. A los cinco minutos todo era un desastre y a los diez minutos el desastre era irreversible. Ramón le pegó un pelotazo a Clara –creo que era Clara- y yo le odié muchísimo pero ella lo resolvió con un golpe de risa. Y en verdad fueron muy delicadas al sugerir que pasáramos a mixtos, momento que saludé con una mezcla de testosterona y emoción. Me tocó Ana en el reparto.

-         Bueno, vamos, ¿eh?

-         Sí, sí, que le tengo ganas a mi primo.

-         Anda, que a mí me ganó mi hermana ayer… bueno, y anteayer también…

Eso me hizo reír.

-         Pues entonces, a por ellos.

Observé que entre Clara y Ramón había una página de hielo y también observé la cresta ilíaca de Ana en su saque. Fue el último despiste porque en ningún momento se me ocurrió desobedecer cuando gritaba ‘¡baja!’, ‘¡sube!’, ‘¡tuya!’ o ‘¡mía!’ y yo iba corriendo aquí y corriendo allá con los trabajos de un héroe sujeto a una voluntad superior. Y entre sus órdenes y sus aciertos y mi resurrección parcial para el tenis, se empezó a dar entre Ana y yo un ambiente de camaradería, el misterio de la simpatía, una atmósfera habitable de buen humor, de guiños y sonrisas y de manos o raquetas que chocan a la culminación positiva de algún punto o de ánimos y excusas a la resolución negativa de algún otro. Clara y Ramón seguían sin mirarse, un Dios de bondad regía el universo y además iba con nosotros.

Pero a veces Dios cambia de viento y las cosas ocurren, y ocurren sin dar tiempo a la sorpresa: en pleno vuelo, fui levemente consciente de haberme pisado los cordones en mi carrera desde el fondo de la pista hasta la red, y el corazón es más rápido que el cuerpo porque antes de aterrizar y golpearme ya sentía todo tipo de horror y de autoconmiseración y de ridículo y un hundimiento en la fatalidad y la desgracia, como si estuviera cayéndome no de un tropiezo sino de alguna justicia cósmica dirigida en concreto contra el amor y mucho más en concreto contra mí. Y creo que estos sentimientos agolpados fueron más dolorosos que el propio aterrizaje primero de mi codo y luego de mi pómulo sobre una pista de material muy razonablemente llamado abrasivo.

En el suelo me retorcí una sola vez, como un espasmo, para quedarme luego quieto a ver si había suerte y me moría pero me moría de verdad y a ser posible para siempre. Y en esa lucidez que todavía es confusión, tuve tiempo para lamentar con toda mi amargura la idea según la cual los cordones sin atar resultaban elegantes: y me quedé tumbado, cerrados los ojos frente al sol, sangrando de las heridas y algo más, absolutamente desasistido del mundo y también de estos tres que no acababan de llegar hasta que me taparon el cielo sus cabezas.

Una Albert me cogió de cada brazo para levantarme y sólo se me ocurrió decir ‘lo siento, lo siento’, lentamente, lentamente, como si me lo dijera a mí mismo, y vi a Ramón y por un instinto le gruñí. No creo que nadie esté dotado para reaccionar a la excepción pero quizá vine a reaccionar con algo de bajura, y aproveché que aún me dolía para dramatizar mi gesto y hacerme la víctima y fingir una cojera, sin saber que las Albert –benditas sean- eran tan enfermeras y solícitas como si pusieran ellas mismas el dolor. Clara ya me tenía por el brazo y examinaba las heridas y raspones y Ana me cogió la cabeza con las dos manos –‘a ver, a ver’- como si fuera a darme un beso, y yo cerré los ojos como si de verdad fuera a besarme, y mientras me miraba el pómulo y la frente mandó a Ramón a conserjería para que trajese la mercromina y el alcohol.

Solo entre ellas, varón dolorido, varón aliviado, volví a abrir los ojos para el instante de flotación y eternidad de estar así y estar allí y sentirme –ahhh- como un piano se debe de sentir cuando lo tocan o como el mártir que entra en el paraíso flanqueado por dos ángeles en ascensión ilimitada, con mi cara recién naciendo entre sus manos y ellas que hablaban de fracturas del metatarso o metacarpo y me reprochaban con dulzura –‘pero qué ideas tienes’- el no atarme los cordones. Y yo asentía con mucha, verdaderamente mucha vergüenza pero con igual medida de agradecimiento, y las tuve que volver a mirar como un perrillo.

Me lavé en el vestuario para que Ana me curara: yo soplaba porque me escocía y Ana soplaba en las heridas –‘qué torta, pobre’, como un gesto maternal. Y creí que otra vez iba a morir pero esta vez de amor y entre sus brazos, que al menos era más dulce que morir de ridículo y de bruces. Al darle las gracias, Ana tal vez –tal vez- se puso un poco roja y me quitó la mirada de los ojos. Las heridas eran feas pero Clara supo darle un bello fin:

-         ¡Hay que ver lo que hacéis por no jugar!

***

-         Manolo… Manolo… mira, van a ser cuatro cocacolas… y nos traes también patatas fritas.

Manolo se iba y le volví a llamar:

-         Ah, oye, toma y ya te vas cobrando.

Mi billete de dos mil pesetas garantizaba infinito tiempo, infinitas cocacolas, un alarde de la vanidad y –en el terreno de lo práctico- un anzuelo para la bella Ana Albert:

-         ¡Ah! ¿Ya te dan paga?

Sonreí con una pizca –sólo una pizca- de desdén.

-         Sí, bueno. Les dije a mis padres que esto no podía seguir así.

Éramos los más jóvenes del bar, rodeados de gentes con vidas mucho menos coloridas que las nuestras, un público de aperitivo de señores con gorras de marinero y mujeres con vestidos estampados. Las Albert se pusieron las gafas de sol con un movimiento coreográfico y a izquierda y derecha sólo veía sendos perfiles de misterio: por primera vez en todos mis años, tuve esa sensación burbujeante de estar con la más guapa –las más guapas- del bar, como si ingresara a la vida por un arco del triunfo. A Ramón se le salió la cocacola pero entonces yo era demasiado inocente como para pensar que su presencia me daba algún realce. Las patatas fritas eran excelentes.

Estaba en el escalón más alto de la euforia pero al menos sabía donde estaba: la alegría del instante no cegaba del todo la cautela de que el mundo conspira contra el amor, de que la apoteosis posterior a mi caída no era sostenible, de que mi protagonismo tampoco era sostenible y ni siquiera deseable y de que demasiado pronto ya empezaría a hacerse tarde, con la comida –por una vez- como una amenaza. Las cosas se hacen o no se hacen y cogí un pitillo:

-         A ver, chicas. Lección número uno.

Y las dos pusieron esa cara de sorpresa y de halago –las cejas muy alzadas, la boca muy abierta- que las chicas saben poner tan bien y fue Ana la que dijo, ‘¡aquí no, aquí no, tú estás loco!’, riéndose; y yo ya me lo había encendido y dije ‘ah, y por qué aquí no’, y Ana dijo que ‘¡nos va a ver todo el mundo!’ y en una audacia comenté que creí que le daba igual que la miraran. Y respondió como si estuviera ofendida –‘ja, ja, muy gracioso’- pero sin estar ofendida, como las chicas también saben hacer perfectamente, y sonreí y exhalé hacia lo alto.

-         Fumas superbien.

-         Muchas gracias.

Y de regalo hice unos aritos de humo que siempre causaban sensación.

Tras el fracaso y el éxito del tabaco –había que intentarlo- seguimos hablando en cauces parecidos a una lección de ‘español en dos semanas’, y yo preguntaba y ellas respondían sobre sus futuros estudios de medicina o tal vez de veterinaria y sobre sus éxitos al tenis y sobre las ganas de salir –ya el año que viene- con su padre a navegar… Y sí, el corazón trabaja rápido porque yo escuchaba y asentía o preguntaba mientras me volvía aquella primera placidez de estar con ellas, y repasaba por dentro todo lo que ellas eran y a mí me faltaba, y pensaba en el otoño en su ciudad y en ellas esperando el autobús, o vestidas de invierno con bufanda y guantes y esa rojez del frío en las mejillas o el viento fuerte que desata una lágrima; o cómo serían cuando estaban cansadas y tenían sueño o qué gestos hacían si estaban tristes o estaban enfadadas; eran tantas preguntas y tantos misterios, si desayunaban café o leche, si habían pasado la varicela o si llevaban un diario, o si sabían besar bien y quién y cuándo –sí, ayer o cuándo- las había besado, tantas intimidades en lo pequeño o en lo grande, y tan lejanas: su número de la suerte, su equipo de fútbol, su colonia. En cuanto a mí, había considerado muchas veces con cuál de las dos –Ana o Clara- me quedaría, y siempre había concluido que me quedaría con las dos pero entonces -bajo el sol benigno, en la terraza- no sabía que amaba en cada una de ellas muchas mujeres distintas, tantas mujeres que quizá tenía en dos mujeres a todas las mujeres o simplemente la definición más sustanciada de la mujer como un amor que toma cuerpo, Ana y Clara, Ana o Clara, a izquierda y derecha, en el escorzo de sus perfiles como un reconocimiento. Y ni siquiera me importaba parecer enamorado porque creía que a ellas tampoco les importaba, como si yo supiera que era un ratón –con perdón- y ellas supieran que eran un queso y hubiese que actuar en consecuencia. Ana hablaba de tomar clases de vela y Clara mordisqueaba un hielo –el sol en sus gafas, en su cara- sin saber que también eso dolía. Au.

-         ¿Cómo os distinguen, a vosotras?

La voz de Ramón sonó como un bocinazo de camión pero la pregunta era tan lógica que ya tenían preparada –desde antiguo- la respuesta. Se miraron entre ellas. Se rieron.

-         Por un lunar.

Yo no daba crédito. Un lunar. Dios mío, el lunar. No daba crédito.

-         Sí, mira, un lunar. ¿Ves?

Y señaló una mota, polvo de estrellas, quizá, en la esquinita de un ojo.

-         Pero a veces Clara juega a pintárselo, ¿verdad?

Todos nos reímos, incluso Ramón. Así que me atreví a ir un poco más allá:

-         ¿Y las gemelas también sentís igual?

Se rieron.

-         Eso sólo a veces – dijo Clara.

-         O sea, sí –dijo Ana, de inmediato.

Y nos volvimos a reír, esponjosos y felices.

-         Bueno, niña, que hay que comer.

Se pusieron de pie, siempre tan resueltas, y aún dejaron caer un comentario sobre mi golpe y mis heridas y la calidad de nuestro tenis. Los camareros ya pasaban llevando platos de paella.

-         Ah, oye, que os acercamos en la moto, venga.

No supe si decir ‘¡fenomenal!’ o ‘¿en serio?’ a la propuesta de viajar en moto -de viajar en moto agarrado a una de ellas, con el viento en la cara, con el aire de su pelo...- pero Ramón vino a castrarme la ilusión:

-         No, no. No podemos dejar aquí las bicis. Pero gracias.

Ramon me vio la cara e insistió con algo de crueldad:

-         Que no, enano, que nos vamos en la bici.

-         Bueno, como queráis.

Y estaban ya dándose la vuelta y les dije, medio en broma y medio en serio, que es como se dicen las cosas serias, que a ver si un día me enseñaban a montar…

Las dos me miraron y Ana habló:

-         Cuando tú quieras.

Mi caballito de aquel día fue tan grande que a poco estuve –otra vez- de caer al suelo. 

…SE CONTINUARÁ…

Portada
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato