Las hijas del Doctor Albert (IV) – Un cuento de verano

Volví a verlas tres mañanas, quizá cuatro, de pista a pista, desde lejos, en el club, donde Ana y Clara pasaban con demasiadas prisas para mirar o saludar y los chicos del cine jugaban al tenis con la profesionalidad de no caerse. Las niñas Albert ya tenían pareja para el cine, para el tenis y era de temer que para siempre. En lo que respecta al tenis -sólo al tenis- yo no podía dejar de apreciar una justicia.

Pese a todo, me recuerdo intentando llamar la atención desde mi cancha con voces en alto o con gesticulaciones sobreactuadas e incluso con pelotazos hacia fuera de la verja, actitudes que no me consiguieron el descuido o la caridad de una mirada pero sí una porción de íntimo ridículo que venía a añadir –pongamos- un sabor nuevo a mi dolor. En la distancia, los chicos parecían medir dos o tres metros y tener muchísimos años, veinte o veinticinco por lo menos. Les imaginaba montando unas motos fascinantes.

Las vi también varias tardes, en su jardín, en su piscina, con la baraja de cartas sobre las toallas y de cuando en cuando una especie de campeonato entre ellos para ver quién se tiraba mejor –de cabeza, bomba o carpa- donde lo hondo. Luego sacaban algo de merendar y ahí se les iba la tarde, con los chicos que vaciaban a golpe de garganta botellines de cerveza y Ana y Clara que parecían asistir con regocijo al espectáculo, picando una galleta, revoloteando aquí y allá, moviéndose, con una alegría tal vez un punto superior en aspaviento y emoción a lo que era su alegría habitual.

Desde el balcón, la diferencia entre sus juegos de agua y mi cuadernillo de trigonometría me hacía sentir –cómo decirlo- muy hondamente desdichado. Y siempre estaba la duda de fijarse o no fijarse, de mirar o no mirar, para terminar mirando y viendo que la merienda ahí abajo podía degenerar en cualquier momento a lo pagano y que el doctor Albert no salía a poner orden entre las ninfas y sus sátiros.

En fin, yo había tenido un día de gloria y ellos tenían, tarde tras tarde, a Ana y a Clara, a Clara y a Ana, en sus trajes de baño y con un solo lunar de diferencia. Podían incluso –Dios del cielo- verles las clavículas.

Yo lo que veía era el jardín de las Albert como el paraíso en el que una vez estuve y al que ya no iba a volver.

***

Sus persianas seguían bajadas a las nueve y cuarto y también a las nueve y media pero ahora ellas tenían motivos para salir y habrían salido hasta tarde o –por qué no- hasta muy tarde. Parado en la terraza,  me quedé suspendido en mi sonrisa al considerarlas tan tibias, tan suaves entre sábanas, como si pudiera menos el enamoramiento que el cariño. Y estaba a punto de imaginar su rostro en sueños o un despertar con el gesto más leve cuando Ramón me dio un vozarrón para marcharnos.

Como ellas no estaban, yo jugué mi mejor tenis del verano y vi que en eso había una lógica muy triste. Y como ellas no estaban, el club dejaba de ser el club para ser un edificio cualquiera y comprendí que quizá no me gustaba por ellas pero que sin ellas indudablemente dejaba de gustarme. De pronto no tenía el norte al que mirar ni el público imaginario al que agradar pero –de alguna manera- todo era más grave, más sutil: su ausencia era como una lentitud, como un silencio, como si me faltara ante todo la compañía humana, casi un consuelo, de sus voces. Por mi parte, articulaba palabras pero no me sentía hablar.

 

Nos ahorramos las cocacolas y salté sobre el balcón para mirar sus persianas, quizá con la cara de quien espera ya el dolor. Cerrada una, cerradas las dos, cerradas todas. El coche no estaba en el garaje y Coco no estaba en el jardín, vacío todo como si hubieran pasado mil otoños.

No reaccioné de inmediato: hay dolores que tardan, como hay golpes. La casa vacía también era como un silencio, o como un abandono, como si las Albert fueran ya materia de memoria y no las chicas que estarían riendo –su risa, siempre- con la música puesta, en el asiento de atrás del coche, camino al corcho de Extremadura.

El tiempo, inmóvil, seguía pasando. Seguía pasando, pese a todo. Me tumbé, también inmóvil. La tarde se adensaba en torno al cuarto.

Y entre la esperanza y la desesperanza, penosamente, supe que iba a elegir la esperanza todavía.

***

Primero pensé en hacerles una poesía pero era muy difícil.

Luego pensé en copiarles una poesía pero era poco digno.

Por otra parte, las mujeres de los poetas no se llamaban Ana o Clara sino Filis o Amarilis y con esos nombres no se iban a enterar.

Claro que, entre copiarles una poesía y hacerles una poesía, se me ocurrió la idea –la idea genial- de adaptar las poesías a mis sentimientos, de darles el toque para que fueran algo personal y parecieran ante todo algo original.  Me puse a ello con el Blecua, con un taco de folios y con la pena convertida en entusiasmo. Bécquer era un buen comienzo:

Volverán las oscuras avutardas…

¿Avutardas? ¿Son oscuras, las avutardas?

Volverán las oscuras codornices

en el jardín sus nidos a colgar…

Pero para qué cambiar de pájaro.

Volverán las oscuras golondrinas

en el jardín sus nidos a colgar,

y otra vez Ana y Clara en la piscina

 juntas se tumbarán…

Claro que, puestos a ser originales, mejor cambiarlo todo.

Volverán las guapísimas gemelas

a la casa que tienen junto al mar,

y otra vez Ana y Clara en la piscina

su lunar lucirán…

Así, bien, muy bien. Ese era el camino, ese.

Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

con las dos en la piscina

y en el medio justo yo.

Dime, piscina azulada,

en el medio del jardín,

¿Ana o Clara?, ¿Clara o Ana?

¿O Ana y Clara para mí?

Un poco egoísta, quizá…

Adiós, Ana; adiós, Clara,

adiós, hermanas mellizas,

me quedo un año esperando

en el fondo de la pista.

El problema de la poesía es que yo me desahogaba y me entretenía mucho pero a ellas no les decía nada.

Me volví a tumbar para resolver esta crisis hasta que por último di con la idea que tenía que haber sido la primera.

Una carta. Una declaración.

Mi amor así quedaría comprometido hasta que ellas volvieran y se emocionaran al saber que las había estado queriendo tanto tiempo, que ya sólo esperaba el sí o el no.

En el crepúsculo, su casa sin luces ponía mi tristeza muy a punto para escribir. Pero era difícil saber qué decirles…

Querida Ana, Querida Clara…

Alto. Así queda mejor:

Queridas Ana y Clara…

Sí, así. Qué rara sensación, el escribir sus nombres.

Queridas Ana y Clara, sé que estáis en Cáceres o en Badajoz. Extremadura, región conocida por sus vastas dehesas y su cabaña porcina…

No. ¿Qué sentido hay en copiar, para una carta de amor, del libro de Sociales? Escribir es decir lo que se siente.

Queridas Ana y Clara… tengo el corazón roto, tengo el alma rota a vuestra marcha…

¡Bú! ¡Quejica!

Queridas Ana y Clara, sé que estáis en el campo y os imagino vestidas de pastoras…

Un momento. Naturalidad, naturalidad. Luego si acaso se puede meter un poema. 

Queridas Ana y Clara, os amo infinitamente…

Pero si las amo infinitamente al principio, ¿cómo voy a amarlas al final? Además, la gente no se ama, la gente se quiere. Y es una pena que la palabra ‘infinitamente’ no pueda extenderse infinitamente, también…

Queridas Ana y Clara. Os quiero bastante…

 ¡Otro folio!

Queridas Ana y Clara. Os quiero una barbaridad…

¡Dios mío! ¡Qué fácil es sentir el amor y qué difícil es decirlo! O quizá es difícil decirlo porque es difícil sentirlo. O...

… yo os adoro a las dos y a cada una de las dos…

Sí, ya sólo me faltaba irle en septiembre al Padre Mediavilla con que además soy un idólatra…

Queridas Ana y Clara. El oro de vuestro pelo…

¡Soy un cursi!

Queridas Ana y Clara. Soy Pablo y no sé si lo sabéis pero estoy enamorado de vosotras… soy un chico simpático, deportista… vosotras también sois simpáticas y deportistas…yo creo que…

Este es el tono. Pero para qué hablar de mí mismo, pudiendo, queriendo hablar de ellas.

Queridas Ana y Clara. Sois las mejores. Sois guapísimas y además sé que sois de verdad, de verdad, muy listas y educadas…

Así, así va mejorando; fino, respetuoso, bien… y buena letra.

…ahora estoy mirando el jardín de vuestra casa, vacío y triste como un paraíso abandonado…

¡Bravo!

…como un paraíso ya sin ángeles…

¡Oohhh!

…pero sé que volveréis antes o después (igual que las oscuras golondrinas)…

¡Brillante!

…y mi  amor espera sin límites, disculpa sin límites…

Esto lo había oído yo en alguna parte, pero dónde.

…no sé, al menos ser amigos…

Sí. Eso es importante. Ser amigos.

…vuestros labios, sabor tutti-frutti…

Esta cochinada hay que borrarla.

… y seguramente yo no soy tan guapo ni tan listo como vuestros amigos mayores pero creo de verdad que…

Ummh…

…podríamos llegar entre todos a un acuerdo…

¡Horror!

Escribir –en conclusión- era dificilísimo y terminé por comprar un tarjetón.

¡Hola! Cuando nos volvamos a ver, quedamos a fumar. ¡Lástima que no haya habido tiempo!

Y les puse, con las peores intenciones, ‘un beso muy grande a cada una’.

Las cosas se hacen o no se hacen y firmé. Pablo Martín.

El tarjetón me dolió dos días en el cajón de la mesilla hasta que lo eché en su buzón. Era el mensaje –quizá- de un año a otro año, de un verano a otro verano, de quien permanecía a quien podía o no volver.

Era una esperanza, todavía.

…SE CONTINUARÁ…

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