Dulzuras de la Restauración – la Hispanidad perdida – nostalgias filipinas

De Cuba nos llevamos “un poco de tierra para besarla eternamente” y de Filipinas nos quedaron nostalgias de museo naval o antropológico, las Rimas Malayas de Batikuling Balmori y una música triste como el piano de Marcial del Adalid. Son delicias del XIX, dulzuras y tersuras de la Restauración en una España de espadones que de inmediato convertiría el Ministerio de Ultramar en archivo panteónico.   Se pintaban los primeros almendros y la Pardo Bazán cosmopolita lo entroncaba con los cerezos Sakura del Japón: “lo que suelen llamarse floripones, en los pañuelos de Manila, no son sino crisantelmos”. Entretenía Valera en los salones, Campoamor recitaba una dolora y causaba escándalo Galdós. También fueron años de gracia para la repostería y la viticultura y la edificación civil: aún habría que hacer la ponderación de la Restauración frente a los desasosiegos de un noventayocho que empezó a amar a España “porque no nos gusta”.   A una España de temperamento anarquizante nada le ajustaba mejor que el grave bigotón de un general. Poco después, en Filipinas, un bachiller poeta elogiaría “al pueblo tuyo, que canta diplomacias / del rey Alfonso XIII, flor de las democracias”. Esa era una hispanidad ya perdida u olvidada, con la pátina sentimental de la colonia y un sentido recíproco de herencia y de misión que no va con la época. Al final, para España fue una incierta gloria y para Filipinas fue un país a partir de un desorden de islas y de razas.   Biombos con banianos, cajitas de porcelana, textiles de piña y arquitecturas vegetales marcaban el triunfo de larga gestación de la chinoiserie. Ahí Filipinas fue nuestro Japón y nuestra China, el Oriente soñado aunque terrible, prisión y gloria de Ultramar, solar de tanta pena para los niños que recitaban el endecasílabo de las “Marianas, Carolinas y Palaos” como una épica: nuestras isabelinas "posesiones en el Asia".   Esos mismos niños verían que los filipinos también tienen veinte dedos y dos ojos cuando se los llevó, en 1887, al Palacio de Velázquez para mostrar la recreación aldeana del buen salvaje como en otras ocasiones se llevaba un espectáculo de tigres y de osos. Era la edad de las exposiciones, poco después de las expediciones científico-botánicas y las raras peripecias orientales de Sinibaldo de Mas, gentleman barcelonés. En el XIX hubo menos fronteras que en el XX, como muestran –por ejemplo- Mas o la Pardo Bazán o Juan Valera. Manila sería arrasada por los japoneses y en Hispanoasia quedan arqueologías léxicas en chabacano o en chamorro, el cochinillo y no la serpiente como plato nacional, Niños-Dios de moreno tagalito, una Academia que duerme y un pueblo religioso, bebedor y sensual que –pese a esto- nos combatió con krises. Son persistencias o presencias para sabios en toponimia y antroponimia: no hace tanto que el alcalde de Manila era un Celso Llobregat.   Hacia 1898, la raza guardaba heroísmos para la gesta de Baler –hoy, día de la Amistad hispano-filipina- pero Basilio Agustí alardeaba previamente de victoria ante una escuadra americana “de gentes advenedizas y sin instrucción”. El propio Rizal, escritor y héroe, vaticinaba poco antes del 98 tres siglos más de “pacífica dominación y tranquilo señorío”. Pese a todo, Filipinas se perdió. En Cavite, famosos campos de bambú, Juan Carlos I dio homenaje “a todos los que cumplieron con su deber”. No fue un alegato en favor del pacifismo porque la ética del deber necesita del honor. Un hermoso agonismo llevaba, entonces, a preferir la honra a los barcos.   Han sido muchos años de pedir perdón para al final meditar si el palacio de un gobernador no valía más que la arquitectura universal del chozo. Tan efectiva y loable, a veces la cooperación internacional puede tener algo de colonialismo sin responsabilidad ni catecismo ni código civil. Frente a esto, “la noble y vieja leona castellana” fundó los primeros colegios, las primeras universidades, articuló a distancias de ensueño una capa de civilización con fortines capitalinos, un destacamento en la manigua, la toga de un juez, el hábito de un fraile capuchino y –después de tanto y tanto- la Marcha Real en una Misa allá en el fin del mundo.   Luego de mucho hispanismo fervoroso, en Filipinas siguieron nuestra guerra con interés de primera plana y el último periódico en castellano aún tardó en cerrar. Los filipinos de aquí trabajan hoy en asadores vascos de chuletón totémico; se organizan exposiciones y –en definitiva- no hay que volver al verbo de los Nikis y su imperio pero menos aún al pesimismo hispánico porque no todo fue un error. En algún rincón de las nostalgias pervive la memoria filipina como un trémolo del espíritu al oír la historia vieja de Nueva Vizcaya y Nueva Écija, de Luzón y Cavite y Mindanao. Grandeza y gloria que alguien tiene que venir a recordarnos –“España es un gran país”- desde Francia, Polonia o Filipinas, bajo el gobierno sin concordia de José Luis Rodríguez Zapatero.

 
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