Elogio prudencial del aguafiestas

Tras ese primerísimo instante en que un fulgor muy humano de esperanza de paz nos iluminó al saber que ETA declaraba un «alto el fuego permanente», negándonos a permitir aún, en lo inmediato, la posibilidad de que un matiz u otro atribuible a la expresión ensombreciese una alegría más de tres décadas aplazada, era precisa una lectura en pormenor del comunicado emitido por la banda, sólo para corroborar que el optimismo, con frecuencia, tan sólo reviste de festivo color verde el autoengaño.   En efecto, el mensaje de los terroristas es tan meridiano respecto a sus intenciones, que una mayor o menor decepción futura en caso de que retornaran a la violencia no habría de medirse tomando como referencia la literalidad de su proclama, sino la desmesura de nuestra expectativa. Porque, si bien puede alegarse torticera oscuridad en la formulación de «alto el fuego permanente», que obliga a penetrar en sus recovecos semánticos para terminar concluyendo una cosa o la contraria, está muy claro por otra parte que el cese de la actividad criminal lo supeditan a unos requisitos muy concretos, igual que siempre.   No hay novedad por el lado ETA, ni en lo que dice ni en lo que calla. Sigue con su monserga del marco democrático para Euskal Herria, el respeto a la decisión de los ciudadanos y ciudadanas vascas, el llamamiento a las autoridades españolas y francesas para no poner obstáculos al proceso, etc. Y sigue sin dedicar una sola palabra a la entrega de las armas, a la disolución de la banda, al arrepentimiento y a la petición de perdón que las víctimas merecen. Por tanto, nada se ha avanzado desde las treguas de 1989 y de 1998, que concluyeron del único modo previsible: los terroristas volvieron a matar.    Después de los sucesivos fiascos, hoy somos más sabios y acaso estemos más cansados, pero precisamente por eso debemos permanecer igual de firmes. Por desgracia, menudean indicios más que preocupantes como para poner en entredicho el desiterátum gubernamental de no pagar ningún precio político por el fin de la violencia. La práctica coincidencia entre la aprobación del Estatuto de Cataluña por la comisión constitucional del Congreso y la publicación del comunicado de ETA hace dos días podemos considerarla mera casualidad o un sintomático rebufo, según dónde se hallen los límites de nuestro candor.   Así las cosas, no es momento de brindis precipitados ni de sonrisas complacientes, sino de extrema cautela y de convicciones claras. El miércoles se difundió una cierta sensación de euforia contenida y embridadamente irresponsable, pues se sabe que quizá no haya demasiado motivo para la alegría, pero tampoco gusta oír esa voz precavida y hasta cierto punto agorera que se encarga de recordarlo. Por sentido común y por prudencia, uno se apunta al bando de los aguafiestas, sean éstos políticos, presidentes de asociaciones y foros, empresarios o periodistas. Nada sería más consolador que equivocarse.

 
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