Exótica – Elogio de los bares hawaianos – Una rápida panorámica de los Tiki-bars

Cuando los componentes de Mecano aún no iban de artistas, una bañera y un ventilador les bastaban para el viaje estático a Hawaii o a Bombay. Era esa forma superior del viaje que consiste en no viajar. Desde antiguo, la fascinación por los mares remotos es constante europea pero la atracción polinésica o caribeña ha sido menos estudiada que la importancia de la chinoiserie o de la llamada del África. Aquellas culturas lejanas quedaban para viajes de literatos o pintores en el siglo XIX, siempre a la busca del Edén primero o del buen salvaje. Todo dejaba un variable tesoro sentimental de maderas nobles, café o cacao, filigranas de cajas de puros, crisantemos en mantones de Manila. En España, la querencia por el Medio Oriente nos pasó de largo, no así en Francia: ahora sólo recuerdo los viajes de Domingo Badía, aka Alí-Bey, y esa zarzuela de Pablo Luna llamada ‘El asombro de Damasco’: ‘soy Alí-mon, soy el cadí’, pieza estupenda.

En el siglo XX, la ‘exotica’ pasó de la nostalgia a la evocación jubilosa. Era un motivo de optimismo, en peregrinación hacia una Shangri-La. Aquello nos dejó la música maravillosa de Les Baxter o Martin Denny, hitos significativos y reales de la música del XX, quizá destinados a desleírse en su propia influencia. Llegaban las congas, los bongos, los boo-bams, xilófonos, el canto de aves de otra latitud, poco después del gran Xavier Cugat. Estaba a punto de empezar la música del espacio, con sus theremines y las historias de extraterrestres enamorados de terrícolas. Esa es otra historia pero quién puede resistirse a una canción llamada Saturday Night in Saturn. Todas estas músicas han sido consideradas músicas que invitaban a beber. Estaban hechas para eso.

Hubo una arquitectura con tendencia exotizante, como ya la había habido tantas veces en Europa, notablemente al final del XIX. También habría una arquitectura de la era espacial pero de eso ya hablaremos. Esta arquitectura exotizante tendría la gran cortesía de pasar a ser una arquitectura de interior, una arquitectura de la comodidad. Ahí estaban los tiki-bars, los bares hawaianos, bares no ya para beber sino directamente para vivir. Tenían el encanto del disparate y el artificio por ser inocentes y bienintencionados: lamentablemente, las máscaras y estatuas del hotel Urban son reales.

El primer tiki-bar o bar hawaiiano fue Don the Beachcomber, algo así como Don el fatigaplayas, una especie de Eneas que iba de costa a costa por los años treinta, de nombre real Ernest Beaumont-Gannt. El bar fue fundado, dónde si no, en California. El empresario dispuso bailarinas, hula-girls con collares de flores y la hospitalidad de esas razas que Morand definió como antiintelectuales y corteses. Todo llamaba al éxito. También a Beaumont-Gantt debemos la invención de uno de los cócteles más devastadores que se han inventado, el zombie, mencionado por Steely Dan en su magnífica canción ‘Haitian Divorce’, portento narrativo y no sólo musical, donde se cuenta con elipsis flaubertiana la concepción de un mestizo: ‘they danced the famous merengue’.

El zombie es una barbaridad que mezcla varios tipos de rones con otros licores de frutas y zumos –dan ganas de decir ‘jugos’- de las frutas más melosas: papaya, por ejemplo. Para los suicidas, las recetas están por ahí, en internet. Lo especial del zombie es la adición de ron 151, un ron que sólo destila de modo no pirata la siempre honorable alcoholera Bacardí. Aun así, me consta que pueden conseguirse botellas de fabricación casera en Martinica, si uno quiere asumir ese riesgo. El nombre de zombie viene dado por sus efectos –un noqueo alcohólico total y perdurable- y, de hecho, en Don the beachcomber, limitaban la ingesta a dos por cliente. La peligrosidad venía dada por la dulzura extrema del bebedizo, que disfrazaba tantito lo mordaz del alcohol. El diablo siempre viste ropajes seductores pero el ron 151 no engaña -ya avisa en la etiqueta de sus setenta y cinco grados.

En Barcelona, he visto con satisfacción que aún quedan algunos tiki-bars, con el añadido de gracia de ser ya viejos, caducos, desfasados. En Madrid queda uno muy vitando en Santa Ana, y sigue habiendo algún bar Kon-tiki aunque ahí ya hablamos de la edad de esas cafeterías al estilo americano que se llamaban Manila o Nebraska o California, con sus grandes máquinas cromadas para batidos y taburetes también cromados, hoy de colección. No hará un año, todavía nos acercamos al Wawalag de Serrano, que era el eminente bar hawaiano de Madrid, y lo vimos cerrado como una premonición de tristeza: el local se traspasa y a no dudar pondrán otro Starbucks. Aun así, mi bar hawaiano favorito es uno en el que nunca estuve, el Bali-Hai, en la Flor Alta, en una casa tan neomudéjar que parecía del SOHO. Alguien retiró sus letras, con forma de krises, según he contado en otra parte. Todavía hay un placer de ensoñación en pensar en las bebidas que servirían allí hacia los años setenta; bebidas en vasos complicados, en tonos pastel, con una rodaja de fruta y una sombrilla de madera, ojalá que con gruesas burbujas y humo artificial.

 
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