François Legrand y los pintores que amaron España

En el catálogo de su última exposición en la galería de arte Ansorena, en la primavera de 2006, Emmanuelle Tenailleau apunta que “François Legrand nace al arte en el momento en el que los expertos anuncian la muerte de la pintura”. El camino figurativo de Legrand, con sus primeras raíces en la abstracción, no dejará por lo tanto de vivir intemporalmente ajeno al último grito del momento: según su maestro de juventud, ese pintor de lo sagrado que es el hoy anciano Philippe Lejeune, “Legrand tiene muchos seguidores que piensan que Rembrandt es más moderno que los artistas contemporáneos con sus instalaciones”. No es casual que Lejeune trajera a la memoria a Rembrandt, con cuya imagen Legrand se retratará en alguna ocasión, a modo de homenaje al genio holandés.

Este homenaje a Rembrandt bien vale como punto de partida para señalar uno de los rasgos de Legrand que, sin más afán de rebeldía que tomar los pinceles y ejercitarse en el viejo oficio de pintar, lo separan de esos “artistas contemporáneos con sus instalaciones” de los que hablaba Lejeune. Ese punto de partida es la raíz nutricia del arte de Lejeune: una incardinación en la tradición pictórica, un reconocimiento a los maestros que es identificación y continuidad en lo que respecta al pasado, sin abdicar en ningún caso de una mirada contemporánea al mundo y, al mismo tiempo, sin caer en la gestualidad de lo “kitsch” ni ejercitarse en los diletantismos –tan tentadores, tan del día- del pastiche.

Es así que un venero de veracidad recorre la obra de Legrand, una obra que, si en su sustancia se quiere aferrada al continuum de la gran pintura figurativa al que aludíamos, en su concreción no excluirá el guiño de complicidad hacia artistas de pasados más y menos remotos. En efecto, son muchas las obras que reverberan, que resuenan, que tienen eco en la propia obra de Legrand, del citado autorretrato en clave rembrandtiana a sus paisajes castellanos o sus paisajes industriales; de sus naturalezas muertas, desnudas en su misma esencialidad a su pintura de la infancia –que es una pintura, más que nunca, de lo fugitivo-, o a su ronda pictórica a ese monte Ste.-Victoire que tanto rondara en su día Cézanne. Sí, en la pintura de Legrand hay mucho de la tradición francesa de la mirada al sur –de la Provenza a Atenas-, de la viveza retratística española, del paisajismo de estirpe romántica, de una mirada a la ciudad que paga su tributo al tiempo que se aleja del hiperrealismo, de los bodegones desde Holanda a Giorgio Morandi, de un acercamiento al constructivismo, de la lección de Picasso y la mirada a la naturaleza de Van Gogh. Cuando Legrand firma un cuadro con el título “La Tradición” -algo ya significativo, declarativo-, rodean su autorretrato los retratos de Goya, de Velázquez o –de nuevo- de Rembrandt. Es un reconocimiento y es, al mismo tiempo, una acción de gracias. Luego, sus propios autorretratos, en realidad, serán por encima de todo una reflexión –Rembrandt otra vez- sobre el paso del tiempo.

Son dos los rasgos especialmente, diríamos, emotivos, en el haz de calidades que se fusionan en Legrand: en primer lugar, el noble sentimiento de lo debido con que se reclama discípulo de Lejeune, retrotrayéndonos a las épocas en que el arte como técnica se aprendía en los talleres, pasaba de generación en generación enriqueciéndose en texturas sin la intervención del narcisismo, como si el arte fuese ante todo un camino hacia una obediencia superior. En segundo lugar, será del todo compatible con esta aproximación de la mejor modestia ese orgullo, esa fierté de artífice consciente que posa con sus pinceles, con sus botes de pintura, con sus aparejos de pintor, en su taller, sabedor del alto llamado de su oficio, de su respetabilidad pura. Es un orgullo de artista que se sobrepone a cualquier asomo de vanidad y que le permite mirarse de tú a tú con los maestros del pasado en tanto que él es su descendiente.

Es así que François Legrand, en su pintura y en su condición de artista, pertenece por derecho propio a esos seres invisibles, silenciosos, que modelan el mundo e influyen en él sin hacer ruido, sin más andas que las que su arte les ofrece. No está solo, Legrand: en ese pequeño gremio de los invisibles, de los pintores que han de perdurar “con el mismo valor y legitimidad, en cualquier época”, según Luis Pinto Coelho, están también otros virtuosos del silencio en la pintura, de la suprema libertad del arte, como Ramón Gaya o Balthus, como Damián Flores o Marcelo Fuentes, por citar a estrictos contemporáneos que figuran junto a él en esta hermandad de lo que el francés Bernard Delvaille llamaba la “clandestinidad superior”. Y, por fortuna, el mundo los va aceptando, valorando, otorgándoles la visibilidad que merecían después de un siglo en el que las vanguardias artísticas han sido de los pocos movimientos que se lo han permitido todo sin hacer examen de conciencia: en esta misma línea de Legrand está la crítica de arte menos verbosa y más reputada, de Jean Clair a Enrique Andrés Ruiz, de François Cheng a Roger Kimball, una crítica que habla de los hondones de lo humano.

Nadie tenga, sin embargo, a François Legrand por uno de los “antimodernos” de los que habla Antoine Compagnon: ¿cómo ha de ser antimoderno un pintor cuyas pinceladas son, cada una de ellas, un tributo a Cézanne? Legrand está, simplemente, en el camino personalísimo que excluye lo mismo los academicismos de ayer y los nuevos academicismos de la postvanguardia; en una artesanía paciente, por lo demás totalmente cézanniana; con una actitud en su sensibilidad que –según Patrick Landre- nunca desespera ni de la belleza ni del hombre, que nos ofrece una sensualidad característica, que sólo busca ser testigo de la verdad, que sorprende porque no quiere sorprender y en la que –según confiesa el mismo pintor- toda su aplicación se ve recompensada por esa añadidura, por ese no sé qué, que escapa al control del artista y que es lo que, en última instancia, le hace efectivamente artista. Así, al recorrer el camino de la abstracción a la figuración, el itinerario que se va haciendo es el que lleva del caos a la forma, de la subjetividad a la certeza, hasta restituir el esplendor y la emoción del mundo revelado.

De la obra de Legrand se ha dicho que es una mirada al mundo sin desprecio: habrá que decir que, si es un ver, también hay ahí una sutileza frontera al escuchar, un dejarse fascinar por las cosas y los rostros, con la conciencia clara de que tanto los rostros como las cosas son su presente y a la vez su memoria, el tiempo como aceptación, salvado en un instante de milagro pero nunca sin la historia personal que da valor, calidez e individualidad a lo pintado. Se ha dicho también que la pintura de Legrand es visceral: valga como decir que no es una pintura conceptual, que no necesita de apoyaturas ajenas para hablarnos, que no tiene que explicarse sino que le basta con decirse.

El aficionado español establecerá una rápida simpatía con Legrand, pintor por voluntad propia trasterrado a España, a ese Madrid que su compatriota Mérimée vio como “una ciudad terrible, con un gancho que deja prendidos a todos los extranjeros”. Legrand pintará el cielo de azul perfecto de Madrid y también esa ciudad de Toledo que Barrès supo ver de color violeta. En su camino particular, Legrand ha vuelto al arte del paisaje, que era el arte del amor en la mirada, del reconocimiento como comunicación. Esa mirada demorada al paisaje fue algo que, en buena parte, desaprendió el siglo XX. Legrand dibuja con los mismos pinceles sobre el lienzo, tras salir al campo o entrar en el estudio –según él mismo confiesa- como quien entra en oración. Hay un gozo en participar en su silencio.

http://www.francois-legrand.com/

 
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