Fuego en mi casa

Ocurrió hace un par de noches. Enchufé un alargador para ver la televisión y comenzó a arder. Fuego eléctrico en el salón. Genial. Estupendo. Maravilloso. No se me ocurre un plan mejor para terminar las vacaciones. La sesión de fuegos artificiales doméstica fue impactante. Primero, pequeñas chispas de colores. Después, una humareda hacia el techo, como si se hubiera prendido una gran cerilla. Y finalmente, todo eso a la vez, mientras del enchufe nacía una pequeña llama, con la que durante un instante tuve la tentación de encenderme un cigarrillo. Reaccioné rápido y me contuve, ya que eso podría apagar el fuego. No tardó el homo erectus miles de años en descubrirlo para que venga yo ahora de gracioso a apagarlo por encender un cigarro con un enchufe en mal estado.

Durante segundos que me parecieron horas, aquello continuó ardiendo plácidamente, soltando a veces sus chispas sobre el suelo de madera, y acercándose más de lo que a mi me gustaría a las cortinas. Yo esperaba tranquilamente que se fuera la luz y todo se apagara entre olor a chamusquina, como ocurría antaño en casa de mis padres, y como sucede en la vida real. Creía que lo de los incendios está reservado al mundo del cine. Pero a veces las cosas funcionan de manera diferente a como uno las tiene planeadas; y además, yo no recuerdo haber planeado este incendio.

Ese maldito alargador comprado por dos duros estaba dispuesto a quemar mi casa, mis recuerdos, mis muebles, calcinarme a mí, y lo que es peor, parecía no importarle lo más mínimo llevarse por delante los papeles de mi próximo libro. Y eso sí que no. No llevo medio verano encerrado en este búnker, amarrado al teclado mientras muchos de ustedes flotan entre las olas, para que venga ahora un enchufe normal y corriente, sobre todo corriente, a destrozarlo todo.

Distraído en estos estúpidos pensamientos, de pronto, una de las chispas alcanzó la alfombra. Cerré los ojos y vi la imagen de mi escritorio ardiendo, y las cenizas de mi librería revolverse agonizantes en un amasijo de fuego y humo. Y entonces ardí yo, metafóricamente. De fondo comenzó a sonar la banda sonora de la batalla final de Braveheart. Miré fijamente a los ojos al enchufe ardiente, retándole a vida o chispa, y en un rápido movimiento coordinado codo-brazo-mano lo arranqué de la corriente. Sobreviví. Bien. No me quejo. Ahora por la calle me ofrecen libros de Eduard Punset para que los firme.

Lo de los accidentes domésticos es extraño. Cuando estás solo en casa, las cosas se ven de otra manera. En grupo, ante el peligro, el hombre siempre se pone a pegar gritos, como si eso atemorizara a las llamas y fueran a huir volando por la ventana. Pero cuando estás solo el instinto te pide salir corriendo, probar a darle una patada a todo, o incluso a abrir una botella de whisky y sentarte a ver cómo acaba la fiesta. Cualquier cosa menos gritar. ¿Para qué, si nadie va a oírte?

Así que no hubo gritos. Sólo silencio y Braveheart en mi cabeza. Apagado el fuego eléctrico, vino la humareda, y el olor a fundue de cable, que es un olor ideal para adelgazar, porque actúa sobre el apetito de forma exactamente contraria a como lo hace el olor a fondue de chocolate. Tiene además la particularidad de irritar los ojos, especialmente a los que llevamos lentillas. Así que comencé a llorar. No era por la emoción de la victoria, como creyeron entonces los demás enchufes de la casa que, en un arrebato de fidelidad al jefe, rompieron a aplaudir alrededor del cadáver eléctrico y a lanzarme vivas como si aquello fuera el final de una de esas películas en las que el bueno acaba ensangrentado y moribundo, pero vivo, y el malo acaba ensangrentado y moribundo, pero muerto.

Abrí la ventana y examiné los restos calcinados. Pasé la mano sobre la mancha negra de la pared y convertí un estético borrón de claro origen eléctrico, en una horrible nube gris indeterminada que podría ser el último grito en la próxima feria de arte contemporáneo. Tal vez en adelante debería frotarme las narices. Pero esto es otro asunto.

Después, separé con el pie el alargador traidor, conecté el cabe de la televisión a los restos del enchufe, y todo volvió a la normalidad. Diez minutos haciendo zapping ante la televisión fueron suficientes. Me levanté y comencé a patear el enchufe insistentemente y a lanzarle vasos de agua, suplicándole que me regalara otro de esos cortocircuitos tan majos que, si los dejas, terminan por fundirlo todo, incluidos los circuitos del televisor.

Vale. Es posible que yo necesite un extintor y algunas nociones básicas sobre cómo manejar el fuego. Pero España necesita urgentemente un incendio en su programación.

 

Itxu Díaz es periodista y escritor. Ya está a la venta su nuevo libro de humor «Yo maté a un gurú de Internet». Sígalo en Twitter en @itxudiaz

Portada
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato