Gentes del libro: Rubiños 1860 y una venganza

En España, la derecha ha leído poco y la izquierda ha leído mal. Aun así, allí iban para el regalo de reyes las mujeres –las señoras- de la mejor burguesía y las aspirantes al título, en el convencimiento de que un libro de Vizcaíno Casas era el mejor complemento para un loden o unos yanko o un sombrero tirolés.   Muy influido por mi madre, de algún modo crecí en el convencimiento de que Rubiños era la mejor librería posible, la mejor librería de Madrid; es decir, la mejor librería del mundo, o de la parte del mundo que en esos años me importaba, y que terminaba tajantemente en el eje de Goya y Alcalá. Por entonces, la categoría de “lo mejor de Madrid” era algo del todo intangible, indiscutible y fundamental, y los libros de Rubiños estaban entre “lo mejor de Madrid”, a esa misma altura de los torteles de Mallorca, la tarta Saint-Honoré de Filipinas, el turrón de Casa Mira, los roscones del horno de la calle del Pozo o los bartolillos de El Riojano, por citar gratos ejemplos de confitería.   Los libros comprados en Rubiños tenían una virtud, una sobrecarga espiritual que, comprados en otro sitio, no tenían. Por Rubiños pasábamos alguna vez con mil escuetas pesetas y la tristeza del artista adolescente: tardes de invierno, hojas secas, borrasca o vendaval, melancolía, etcétera. El joven dependiente nos miraba entre la burla y la piedad, mientras comprábamos esos libros de Jorge Guillén que todavía me provocan tanto sincero dolor de corazón y el sentimiento de que alguien me ha estafado.   En la planta superior atendía aquel viejo mariquita, atildado y untuoso, maquillado como un Pierrot, tan obsequioso con las señoras de pesados perfumes que prácticamente ni condescendía a cobrarme, por lo que me volvía a casa con el libro y con la ofensa.   Durante unos años recibí, con sentimiento de importancia, el boletín de novedades de Rubiños, que mantuvo en mí la ilusión de que Rubiños era algo de pura maravilla aun cuando uno no fuera digno de pisar los umbrales de un establecimiento donde tenían su sede a la vez el buen tono y el saber.   Rubiños cerró y hoy es algo así como una óptica, mientras las damas otoñales del barrio de Salamanca ya encontraron recambio para Rubiños en El Corte Inglés y para Vizcaíno Casas en César Vidal. Y tengo entendido que el patético Pierrot se muere en algún sitio dolorido, solo, abandonado y triste, y un dolor que viene de esos años me lleva a brindar porque por una vez se hizo justicia con el logrado sabor de la venganza.

 
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