Guía de corbatas – Vida y corbatas – ‘Déme dos’

¡Ah, la adolescencia! ¡Jeunesse dorée! En mi clase hicimos una vez un concurso, con nihil obstat de los profesores, para ver quién llevaba la corbata más horrible. Fue una ardua competición en la estridencia. Para la ocasión rescaté una corbata de Hugo Boss, cosecha de 1993: un ectoplasma en colores pastel, con el escorzo de una estatua neoclásica. La corbata era un sobresalto, tan fea que parecía pintada a mano, género textil este que todavía goza de popularidad en esos mercadillos que también venden elfos, velas mágicas y piedras con poderes. El premio al horror fue repartido ex aequo pues un amigo contaba con la gran ventaja de tener un padre sudamericano: el hombre sorprendió con un modelo en diversos degradados de color crema que, a no dudarlo, había conocido las muchas posibilidades que ofrecía la estimulante noche de Caracas, allá por los setenta.

Como sea, la vanidad humana subsiste en las condiciones más inclementes, e incluso en la uniformidad colegial podía haber voluntariosas distinciones de elegancia o amor propio: la camisa hecha a medida o la camisa de Ralph Lauren eran los clásicos, por contraste con la áspera confección de la marca del colegio, cuyo uso caía directamente en lo innombrable. Como ahora a los niños se les consiente más de todo, me imagino que el nivel de la vanidad habrá subido y que en los patios de los colegios ya no causan controversias los zapatos con hebillas sino que hay más visones que en la media tarde de la librería Neblí.

En los recreos, la mayor parte del alumnado se quitaba la corbata –roja o azul- salvo un núcleo de resistentes que la llevábamos al revés, como una estola, sin anudar, por debajo del cuello de la camisa. Ahora lo interpreto como una rebeldía civilizada, propia de la ‘in crowd’ que se escondía a fumar mientras los que nunca iban a llegar a nada se quedaban a jugar al fútbol. En fin, a los jóvenes hay que perdonárselo todo. Desde entonces, llevar una corbata roja –preferiblemente en un rojo violento- es algo así como una afirmación: somos gentes de maneras suaves, sí, pero ‘fuego soy cuando el orbe se adormece’, por decirlo con Herrera. No sé si leí en algún manual de bon ton que no hay que llevar corbatas rojas por la noche, cosa que me sorprende cuando con el esmoquin, por ejemplo, es común llevar pañuelo rojo. Claro que quizá la gente escribe manuales de bon ton para decir lo que les da la gana: la arbitrariedad es un placer.  

Estamos hablando de corbatas. Si habláramos de elegancias contemporáneas, tendríamos más bien que hablar de esos tatuajes que hermanan la cultura occidental con la cultura de los indios yanomami. Pero insisto en que estamos hablando de corbatas, así que bienvenidos al siglo XIX: un lugar confortable, un viejo mundo.

Pese a los profetas del sincorbatismo, las corbatas se seguirán vendiendo mientras la firma Versace –una ruina- tenga que cuadrar sus cuentas y queden ejecutivos o funcionarios que ganan demasiado dinero con tiempo libre entre dos vuelos. Ciertamente, la corbata parece cada vez más innecesaria y –de alguna manera- más menestral. Es el pragmatismo de la nueva economía, por el cual el CEO va en zapatillas y el agente bancario lleva traje. En todo caso, yo creo que en el espíritu humano hay una tendencia consolidada hacia la ornamentación y la formalidad y el emperejilamiento aunque hasta hace no mucho la corbata no era tanto asunto de formalidad como de normalidad deseable y sin muchas lecturas. En buena parte, apostar por la informalidad perenne lleva una afirmación implícita de vida plana y sin discriminación de circunstancias, de jerarquías entre lo más y lo menos importante. Hacíamos distinciones, en la vida: si uno se casa en chancletas, ¿es que es igual que ir a la playa? Aun asumiendo mis culpas, creo que los trajes mal cortados ejercen un indudable efecto depresor sobre la civilización –es una falta de la autoestima necesaria. Vaya un dato: la crisis de valores de occidente coincide punto por punto, temporalmente, con el adiós a la sastrería tradicional. Es así que lo que era más racional se volvió excéntrico: en realidad, unos pantalones de franela bien cortados podían tener la esbeltez de unos vaqueros pero llevarlos ahora parecería anacrónico como poner una arcada románica para entrar en el metro.

Tal vez la corbata vuelva como ironía: desde hace algún tiempo, al salir por la noche, en España o fuera, he visto a jóvenes –jóvenes muy jóvenes, dieciocho o veinte años, medio andróginos- llevar corbata con elegante burla y naturalidad, conforme dicen las revistas. También hay, en otros ámbitos, una vuelta a la sastrería, aunque sea por estrago. En los últimos años se llevan las palas estrechas en corbatas, igual que las solapas en chaquetas. Suzy Menkes, del New York Times, afirma que la gente se ha cansado de la uniformidad del blanco y negro italianizante y que redescubre el tacto de confort y calidez de los tweeds y las lanas bien mullidas. Hoy es un gran negocio montar una granja de cabras de lana cachemira. ¿Se podrá hacer un queso cashmere? Al margen de estos decursos, el eón del clasicismo, decíamos, es difícil de desarraigar enteramente. Todavía pasará un tiempo hasta que todos llevemos trajes de neopreno. Por supuesto, nunca he visto ninguna razón para que los hijos dejen de vestir como los padres –ninguna razón que no tenga que ver con la insensatez humana. Baste de momento decir que lucir con soltura un canotier o llevar unos zapatos bicolores hechos a mano por un zapatero judío en Budapest no son cosas que estén al alcance de todo el mundo; llevar una corbata digna, en cambio, sí lo está.

Ahora que paso la mitad del año en alpargatas, recuerdo con cariño los años de trabajo en el mundo y miro las corbatas y las pochettes como si fueran flores secas. Por muchas corbatas que un hombre llegue a tener –y siempre puede tener más-, los apegos indican que, por lo general, uno siempre se termina poniendo las mismas. Es del todo cierto el atavismo por el cual una corbata puede ejercer influencia benéfica sobre el ánimo, algo parecido a la sensación de ser premiado por los propios méritos. Sin haber tenido más que una fijación muy secundaria por las corbatas, cabe sin embargo atribuir una fascinación intrínseca y real al tacto y al vuelo de las sedas, igual que había una experiencia de belleza y de dolor al pararse, jóvenes y pobres, ante el escaparate de Breuer o Charvet y acariciar con los ojos lo que quizá no íbamos a acariciar nunca con las manos. La primera vez que entré en Brooks Brothers, estuve a punto de pedir permiso para revolcarme en el mostrador de las corbatas, ese mostrador de las corbatas de Brooks Brothers que es como un mundo ‘de luz y de color’.

Ahora que estamos en Navidad han de volverse a regalar millones de corbatas, y hay aquí un dato sorprendente: por muy íntimamente que alguien nos conozca, resulta difícil que se acierte. Quiero decir que alguien nos puede regalar una corbata para que de inmediato pensemos que no nos conoce en absoluto, y eso puede llevar al estupor e incluso, si uno es muy susceptible, a la desconfianza, al desengaño. No todo el mundo calibra los profundos arraigos estéticos que hay tras la elección de una corbata, asunto muy real, ni todo el mundo considera la corbata como un mapa moral que cuelga del cuello, asunto muy discutible.

A este extremo, baste recordar melancólicamente las veces que uno ha errado en la elección de una corbata. Por ejemplo, si uno piensa que debe comprar la corbata por la que sienta un flechazo, es posible que finalmente se encuentre con una corbata demasiado bonita y llamativa y, salvo que uno tenga necesidades de expresión histriónica, ser el tipo de las corbatas llamativas no es un papel deseable. Mi teoría, por tanto, es que merece la pena una aproximación metódica y sensata, a fin de conseguir lo que hay que conseguir: una corbata un punto más conservadora de lo que hubiera previsto nuestra fantasía. Las corbatas conservadoras funcionan mejor, uno se apega más a ellas, no se vuelven feas, no traicionan. Por lo demás, si alguien le regala una corbata en color rosa escándalo, es decir, una corbata no aceptable según su código moral, no piense que esa persona le detesta o no le conoce. ¿Cómo alguien nos puede amar sin conocernos en algo tan íntimo e importante? Claro que se puede. La gente no le quiere por sus excelencias y, por lo general, regalan pensando en sí mismos o proyectando algo de sí, para imponérselo. Por otra parte, si le conocieran más, seguramente lo que harían es amarle menos y así ud. se quedaría sin corbata. En general, como las mujeres tienden por ventura a sobrevalorar a sus hombres, les regalan corbatas un poco abrumadoras.

 

En Madrid venden ahora corbatas autóctonas muy bonitas. La tienda Man tiene ese poso conservador de ser Madrid-Bilbao, así que son más inglesas que una tarde de lluvia: corbatas de lana, paramecios y amebas en color ‘feuille morte’. Scalpers, la marca de Rafael Medina, tiene ese punto conciliador entre lo nuevo y lo de siempre que enamora tanto que puede llegar a estragar, y que podemos identificar con el Madrid pre-crisis. No sé qué le ha pasado a la marca Cris & Chris (o al revés), que llegó a adornar tantos cuellos del PP con sus corbatas en rosa palo o azul nube, siempre de un conservadurismo un poco blando, a la altura de aquellos años inolvidablemente dulces de gobierno popular. Las corbatas de C&C seguían, en peor, el modelo de seda ligerísima de Hermès, igual que lo sigue Loewe aunque Loewe hace ya un poco de todo. No creo que pueda reprocharse nada en términos de calidad. También Hermès innova. En realidad, Hermès y Charvet eran las corbatas por antonomasia –y por excelencia. Quizá estas grandes marcas –más Loewe- se acomoden ya a un público más bien sexagenario. Uno tiene desde siempre la querencia por Charvet, que es lo mejor que ha habido en sedas desde que volvió Marco Polo, y que ha tenido la honradez de quedarse en una sola tienda y no abaratarse en el mercado internacional, salvo alguna sucursal tan decente como Bergdorf Goodman. Breuer, empresa de Niza que también hace corbatas para Façonnable, ha llegado a ser el estándar europeo y contemporáneo de las corbatas: ni siquiera son carísimas y, sobre todo, están a medio camino entre el corte decidido de las corbatas americanas y la ligereza nonchalante de las corbatas francesas. Uno puede ir con una Breuer a todas partes –a todas partes a las que merece la pena ir.

Con todo, si uno lo que quiere es ser el decadente de su barrio, puede recurrir a las corbatas de Coup de Coeur, tienda parisina que parece vender disfraces pero en realidad vende ropa seria, algo proustiana, con toda vocación de calidad. Al igual que en John Braye, allí pueden encontrarse todo tipo de ‘gilets’ de fantasía, muy floridos, que después sólo se compra Mick Jagger para subir al escenario. Aun así, es magnífico que siga habiendo tiendas como estas, aunque sea para mirarlas con embobamiento y rezar una oración por Oscar Wilde. Las corbatas italianas, otro paradigma, alcanzan su cenit en Nápoles, con Marinella y Borrelli. Nadie espere aquí mucha originalidad y sí una delicadeza e incluso una formalidad excesiva que se paga al precio que suelen exigir los italianos por las cosas hermosamente inútiles. Las corbatas de Brioni, como todo lo de Brioni, tienen un punto indudable de tratante de blancas; en corbatas de hoy destacan, por imaginación, las de Prochownick, una maravilla no exenta de sentido del humor (un color calabaza con grandes polka dots azules) y del pastiche. Las corbatas inglesas –salvo Drake’s y alguna otra- suelen ser tan sosas y de aparente mala calidad como las que se venden en cualquier camisería. En Londres sorprende ver a la gente tan precariamente encorbatada –pero al menos van encorbatados y no quieren llamar mucho la atención, y por lo general la falta de voluntad de elegancia suele ser atributo de una cierta madurez.

Uno ha tenido siempre una debilidad por las corbatas americanas, las de Brooks Brothers, Polo o J. Press, ejemplo de republicanismo higiénico y formalidad sin pretensiones. Lamentablemente, muchas de estas corbatas son a rayas –o ‘regimental’- y eso puede confundir a alguien pues quizá llevamos, sin saberlo, la corbata de algún club de la Ivy League al que todavía no pertenecemos, por lo que generalmente hay que desdeñarlas, y eso es un dolor de corazón. Ahora, con el cambio del dólar tan favorable, es sin embargo el momento de llegarse a la tienda y decir la vieja frase favorita: ‘déme dos’. En América lo entienden.

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