Cuando Hitler quería ser artista

Con casi cuatrocientos metros cuadrados de despacho, es fácil pensar que Adolf Hitler tenía en la Cancillería un cuarto de trabajo adecuado a las proporciones de su ego. Una inspección más cercana, sin embargo, lleva a apreciar la preponderancia de la voluntad escenográfica: al margen de los tapices con las conquistas de Alejandro, al margen incluso de las representaciones de Marte desenvainando la espada y del explícito globo terráqueo junto a la mesa, llegar desde la puerta del despacho hasta el escritorio del Führer implicaba un minuto largo de camino bajo la mirada del dictador. Era, sin duda, un lapso más que suficiente para quebrar la entereza de cualquier visitante, si es que aún le quedaba algo de ella tras pasar por kilométricos pasillos de grandilocuencia desnuda, explícitamente concebidos para dar “una idea del poder y la grandeza del Reich alemán”. Y es que el poder se apoya en sus formas: eso también lo sabía un Felipe II, aislado a su vez de las visitas por una antecamarilla, una antecámara, una saleta y una sala, según narra una reciente reedición. En fin, en lo que respecta a las miradas, el memorialista Saint-Simon cuenta cómo Luis XIV administraba las suyas entre los cortesanos, de camino a escuchar Misa, como la concesión de un honor.

En la aludida voluntad escenográfica –megalomaníaca- de Hitler subyace no poco de su primitivo apego al arte. En una circunstancia de tanto triunfo como su llegada al París recién tomado por los nazis, el dictador no se hará acompañar por el generalato alemán sino por su arquitecto de cabecera, Albert Speer –personaje de legendaria volubilidad moral- y el escultor Arno Broker. Llegados a la Ópera Garnier, y no a escenarios más obvios como el Louvre o el Arco del Triunfo, el historiador Deyan Sudjic relata cómo Hitler logró asombrar a sus acompañantes con su conocimiento del edificio, cuyos planos había estudiado en Viena mucho tiempo atrás. La crítica Birgit Schwartz apoya la tesis de un Hitler entusiasta del arte a su manera, lejano de la ostentación de rasgo pompier de un Goering, y cuenta cómo el dictador pasó “horas y horas” en compañía del arqueólogo Bianchi Bandinelli, “admirando cuadros en museos” durante una visita de Estado a Roma, muy para el enfado, por cierto, de Mussolini. Para entonces, quedaban ya muy lejos los sueños de juventud de Hitler de convertirse en un artista: rechazados sus dibujos y acuarelas en la Academia de Bellas Artes de Viena, el no ser admitido entre los artistas no le libró del convencimiento de ser un genio. Es más, incluso el amargo rechazo pudo convencerle de ser un genio en el grado exasperado de la incomprensión, un genio a la manera romántica y decimonónica, “más allá del bien y del mal”, con el correlato de un código moral propio naturalmente libre de ataduras. Según Schwartz, fue ese convencimiento de sus propias cualidades lo que le llevó a desarrollar su capacidad de persuasión. Quede para la ucronía el pensar que, de haber sido aceptado en la Academia, tal vez Hitler no hubiera pasado de hacer retratos al pastel de los pequineses de las damas vienesas. A lo Gómez Dávila, hubiera sido el cumplimiento del sueño funcionarial de todo buen revolucionario.

Si Luis XIV pobló Versalles de alusiones a Apolo para indicar a la nobleza su condición de centro del sistema solar, Hitler buscó colocarse en la cima a modo de gran arquitecto, de sumo artífice. En paralelo a sus elefantiásicos planes para el nuevo Berlín, la plástica arquitectónica del nazismo aprovechó la modernidad a efectos de transmitir una monumentalidad no a la medida del hombre sino a la medida del Estado, al tiempo que no desdeñaba el recurso a los elementos populares como incardinación en el espíritu germánico. Si en las obras de Speer latía la voluntad escatológica de dejar, en última instancia, una ruina hermosa, otro gran arquitecto totalitario, Stalin, apostaría por el modelo de la eternidad imperecedera. La vanguardia artística del día –Gropius, Le Corbusier- no dejó de presentar con entusiasmo sus propuestas para, por ejemplo, el proyectado Palacio de los Soviets: como afirma el filósofo Scruton, ocurre que su arquitectura respondía a un mismo designio totalitario. Más adelante, serán hitos en la historia de la destrucción la violenta piqueta del comunismo chino –magníficamente narrada en las Historias de Pekín de David Kidd-, el remedo haussmanniano del Budapest de Ceaucescu, los megahoteles vacíos de Kim Jong-Il en Pyongyang o algún engendro utopista de los Castro no lejos de esa gloria de la civilización que es La Habana. Después, la vastedad de Tiananmen se concibió para que ningún hombre pudiera mantener su conciencia de individuo único, de persona, frente a un Estado omnipotente, revelado y autoimpuesto en toda su gloria de temor y temblor.

En la toma de Cracovia, las tropas hitlerianas procedieron, como primer paso, a poner por obra una escena que veríamos repetida en el mismo siglo XX y aun en el XXI: derribaron la estatua del poeta nacional, Minckiewicz. Hoy seguramente no andemos tan finos en simbolismo, ni se concede a la literatura una singular virtud patriótica, pero también hubo algo de esa expresa voluntad de desmoralización cuando cayó al suelo la estatua de Saddam Hussein –otro arquitecto totalitario- en el centro de Bagdad, por más que fuera un derribo tan coregrafiado. Al final, como se dijo de otras ruinas, “las torres que desprecio al aire fueron / a su gran pesadumbre se rindieron”. Igual que la Cancillería de Hitler, igual que todo arte hecho contra el hombre.

(Artículo enmendado sobre el original publicado en la Sala Vip de La Gaceta)

 
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