Inmigrantes en las aulas

Está muy extendida la idea de que el fenómeno de la inmigración ha ido degradando la calidad de los servicios públicos, especialmente la sanidad y la enseñanza. Acerca del primero de estos negociados sólo podría pronunciarme como usuario afortunadamente esporádico, y no dispongo de certezas al respecto. Sobre el segundo, sí que me gustaría hacer una aportación desde mi aún breve experiencia como profesor en el instituto de un municipio con alto índice de población magrebí. Y quiero resaltar lo que de positivo estoy hallando, no por hacer de la necesidad virtud –como podría, malévolamente, pensarse–, sino porque hay también aspectos muy satisfactorios, y no sería justo ni veraz silenciarlos.

Lo cierto es que antes de empezar las clases, tenía mis prejuicios –a qué negarlo– cuando vi las listas de mis alumnos cuajadas de Marzouks, Nassimas, Wafas, Nouraddines y tantos otros nombres exóticos y a veces impronunciables. Prejuicios y escepticismo acrecentados el día del comienzo de curso, antes de entrar en clase, al cruzarme por los pasillos con muchos de ellos hablando en árabe a voz en cuello, y con muchas de ellas cubiertas por el velo. Tras el toque del timbre tuve mi primer contacto directo con la enseñanza pública, tan multicultural que en algún caso ha vuelto a ser unicultural: en la asignatura Conocimiento del Lenguaje, optativa de 1º de la ESO, tengo siete alumnos marroquíes de un total de siete alumnos.

Por volver a la apreciación del principio, la posible merma en la calidad educativa, es cierto que la presencia de escolares foráneos plantea la necesidad de actuaciones pedagógicas adicionales por distintos motivos: escasa o nula escolarización en su país de origen, deficiente nivel de dominio de nuestro idioma, dificultosa inclusión en el entorno, que a veces los rechaza… Así pues, sería muy arriesgado negar que exista relación alguna, por ejemplo, entre la condición inmigrante del alumnado y el fracaso escolar. Un dato objetivo es que en el instituto donde trabajo, su matriculación es testimonial en 3º y 4º de la ESO, y prácticamente nula en Bachillerato.

Ahora bien –y éste es el punto que deseo recalcar–, está siendo muy grato, tanto profesional como personalmente, trabajar con estos alumnos que en general manifiestan una motivación y un respeto por la autoridad del profesor que no pocos de nuestros mozalbetes vernáculos, por desgracia, ya han perdido. Curioso contraste el de ese grupo de Marzouks, Nassimas, Wafas y Nouradines, tan deseosos de aprender que a veces se quitan atropelladamente la palabra unos a otros para consultar sus dudas, con el de Luis Migueles, Teresas, Saras y Robertos, sumidos en la indolencia y aquejados de continuos bostezares. Aunque no pueda reflejarse en los informes de base cuantitativa –tantos por cientos de abandono, certificaciones académicas y demás guarismos–, esto también es calidad de la enseñanza, y así quiero que, al menos aquí, conste.

 
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