Íntima ciudad – Estampa de otro tiempo en Recoletos – La vida en la terraza – Un Merlot a cuatro manos

El tiempo de las ciudades no es el tiempo de los hombres, del mismo modo que Babilonia o Nínive también ceden a las devastaciones de un ejército extranjero o al temblor de cambio de las edades geológicas. Ver la mudanza y el latido de vigencia de la ciudad es razón para aspirar a una vida larga porque somos a la vez la trama de la memoria sensual y el futuro que nos despoja de todo poco a poco. En los equilibrios de expectativa y experiencia hay siempre resquicios para la sabiduría y el gozo o el arte de vivir, la asunción benéfica del pasado, o esa concordancia con lo externo que nos da testimonio de sentirnos muy vividos. Al final, pensamos que la avenida es continuación del salón de la casa o hay un sentimiento de bendición en ver la calle que pisamos cada día porque cada día tenemos nuevos ojos para considerar las gradaciones de la luz. Yo en cualquier momento me abrazo a la puerta de Alcalá. Sobre la ciudad sedimentamos con cierta anonimia, acrecemos el caudal de sus historias mientras la propia ciudad se hace legible como un libro o adquiere facciones de un semblante casi humano. Queremos a la ciudad -esa legión- como algo íntimo, y varía como el perfil de la amada cuando el amor es  reciente todavía y está entre la efervescencia y la desesperanza.   Para el romanticismo y las evocaciones de otro tiempo queda la estampa de una terraza en Recoletos con un Madrid de color azul y acacia y un piano anacrónico que suena por la tarde-noche cuando el ocaso ya se deja sentir en cada cosa. Esta es la hora de lirismo en que los camareros dan su visto bueno al comedor y los restaurantes encienden la luz para esperar a los clientes. En las terrazas de Recoletos tuvieron su comienzo muchos matrimonios cuando el cortejo aún no se hacía por 'sms' y Castellana arriba desfilaban los 'Buicks'. Pasan generaciones y otras cosas no cambian: los turistas alemanes, con un gusto por lo amargo, piden a este lado sus martinis mientras San Isidoro y Alfonso X tienen su tertulia de piedra, como hace un siglo, del lado de la Biblioteca Nacional. Allí el crepúsculo tiene su color más dorado y su matiz de más gloria y la vida se vuelve un agradable bebedizo a través de las opalescencias del Cointreau, donde uno puede meditar casi sin fin. Gran salón de la ciudad, no se hace raro silbar desde la terraza a un conocido.   A Recoletos volvíamos a veces después de cenar para tomar el último o los últimos gin-tonics hasta que un camarero apilaba las mesas y las sillas y las luces se apagaban y hacíamos el camino de casa cuadrando el alma y los afectos. En esa contabilidad sólo se acierta por aproximación. A esas horas -las horas de la vuelta a casa- se mezcla un relente de la noche con los macrocamiones-cisterna que dejan su moqueta de agua por las calles y uno puede fijarse bien en la fantasmagoría de los edificios o escuchar los pasos propios con silencio maravilloso de noche en la aldea. De algún modo, en el gesto de volver a casa hay siempre una cura de inocencia, el balance de apaciguamiento de los trabajos y los gozos y las culpas. Si es la madrugada de un viernes o de un sábado asistimos al gran tránsito de los jóvenes que pasan la noche en Madrid con diversiones violentas y luego tomarán el primer tren de la mañana que los devuelve a Móstoles derrotados y dormidos, con malolor alcohólico y espeso y ese género de hambre que sólo da el beber y el trasnochar. Siempre queda la duda de si nos hemos perdido algo.   ¡Terrazas de la tarde en las Vistillas, gloriosos desayunos de París donde los gorriones comen migas de macaron y una pareja adúltera, contra todas las normas, comparte un bocadillo de salami! ¡Terrazas de Alemania, tan diuréticas! Los años nos quitan de la mesa y nos llevan a la barra con la postura de un profesional aunque ahora envidia uno a esos otros profesionales de la mesa de terraza que miran al mundo desde las gafas de sol o hacen guiños a las turistas extranjeras con patetismo de don Juan fallido. A veces querríamos esa dulce pasividad, ese abandono de sentarse a ver pasar la vida sin darse cuenta de que lo que pasa es el tiempo atroz o amable: la terraza es el lugar de esa conversación intrascendente que da a los días su punto de caramelo, mirador para la contemplación del mundo en mansa tregua. El hombre que se sienta en las terrazas sabe de la verdad del ‘vivir es volver’ que escribió Azorín, tras considerar lentamente las nubes de una tarde.   *     *     *   Son tan escasas las botellas del ‘Viñas del Vero Merlot Series limitadas 2003’ que lo mejor es amenazar al bodeguero de confianza para que nos guarde alguna. En la última Feria Alimentaria de Madrid se llevaron breves muestras con el propósito de causar sensación. Se trata de un proyecto de colaboración por el cual el enólogo de la casa –Pedro Aibar- ficha a un experto en cierta uva –el chileno Milton Toy, en este caso- para elaborar un vino que refleje a la vez el carácter de la variedad y el terruño del Somontano, o el sabor más certero que alcanza cierta uva en aquel suelo. De momento, este merlot llega en un embalaje muy publicitario, para que alguien se sorprenda en Manhattan y no tema gastarse lo que piden. El vino es carnoso, goloso, frutal, fácil, listo para beber o para regalar a ese tipo de gente –como uno mismo- que empieza a lagrimar de gozo cuando alguien, con cariño, nos hace llegar una botella. Con más ansiedad se espera –quizá el año que viene- el pinot noir. Pese a todo, el Somontano a lo que más se parece es al vino Secastilla.

 
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