Ipads, iphones, emails, y todo lo demás

Ahora mismo, tener un ipad se ha convertido en toda una prueba para la virtud: sólo conozco a una persona que me lo haya enseñado con cierta naturalidad, y no con el orgullo de un niño que lo hubiera construido con sus propias manitas. Lo mismo ha venido pasando con el iphone, si bien –como la tecnología es el reino de lo perecedero- cada vez va a menos. Curiosamente, en una sociedad que toma por ostentación y arrogancia cualquier signo público de aspiración de criterio propio  o de voluntad de excelencia, tener cualquiera de estos dispositivos es de las pocas cosas que han legitimado una visión de superioridad sobre el mundo, como si un ipad o un iphone fueran un honor o una distinción y no algo que, al fin y al cabo, se compra y se vende y a lo que cualquiera puede acceder.  

De alguna manera, la posesión de estos adminículos ha ido más allá de la sensación de pertenecer a un club selecto –ha sido más bien como una hiperlegitimación personal, enriquecida por algo tan humano como la fascinación por el objeto en sí. Sin duda, ese numen de Apple, capaz de representar tantos valores deseables y de congregar tantas lealtades, de dar pie a tanta pasión y tantos y tantos renglones de opinión y crítica, es un valor diferencial en un mundo en el que, como decía no sé quién, casi cualquiera puede fabricar teléfonos pero no despertar amor por esos teléfonos.

Al tiempo, también es de notar que tanto amor como ha recibido Apple, y tanta épica en su historia –comienzos azarosos, fracasos asombrosos, éxitos tremendos- se han visto matizados de enorme exigencia, como se ha observado con el problema de la antena, un asunto en que la empresa, en fin, parece haber sido castigada por cierta soberbia corporativa, como quien avanza por la alfombra roja creyéndose el rey del mundo y resulta que lleva abierta la bragueta.

Con todo, a uno le llamaba la atención la alucinada mirada de paria que ha recibido al no tener iphone: eso me ha llevado a pensar dos cosas; lo primero, que sin duda el iphone es excelente; lo segundo, que siendo excelente, quizá no le compense a uno, en sus circunstancias, en términos de dedicación de un bien tan escaso como es el de la atención. En todo caso, me ha extrañado ver a gente que no torcería el gesto si Scarlett Johansson les declarara amor eterno, atentos a su ipod con esa mezcla de atención y gozo de un niño que juega con la arena de la playa. Llama asimismo la atención que el gozo e incluso el sentimiento de privilegio venga hoy de cosas que no dejan de ser hechas en masa –es un cambio en la sensibilidad.

También es curioso algo que uno debe señalar: la gente más rica que uno ha conocido, o la más poderosa, o vivía ajena a ciertas innovaciones o tenía un móvil mucho más aproximado a una patata, caso señero de un poderoso empresario de la comunicación al que conocí (yo le recuerdo, claro, él a mí no). O, al menos, parecían relativamente ajenos a estas cosas, pensando en otras, ojalá supiera uno cuáles. Quizá eran ya de otro paradigma cultural, una cultura de más autoridad y menor interacción. Uno también ha conocido a políticos 2.0, por lo general gente joven, pujante, muy preparada, fauna selecta de gabinete, pero ni en España ha habido una política web como ha habido en EEUU o Inglaterra todavía, ni a Cánovas se le hizo imprescindible tener móvil. Hoy Cánovas lo tendría, claro, pero lo que prima aún es el carácter, la persona, frente a algo que se impone contemporáneamente y que, pese a estar poco codificado, existe en la realidad: a saber, la toma de la tecnología no ya como objeto de pasión o de erudición, sino como algo más que un medio, como un fin en sí mismo. Es aquí donde uno ve los móviles con cierto barroquismo funerario previo: sub specie aeternitatis, recuerda a tantas emociones tecnológicas pasadas, desde los salones altoburgueses en que se jugaba a darse calambre con la electricidad a esos móviles que venían en un maravilloso maletín. Es por algo que hoy arrasa la nostalgia tecnológica –la educación sentimental del amstrad y el spectrum, etc.

A veces podríamos pensar que el móvil ha terminado con las artes del paseo: la gente ya sólo pasea hablando por teléfono, necesita fotografiar el momento o comentarlo ante la imposibilidad de disfrutarlo como viene, cuestión esta que desasosiega al hombre de hoy, en tanto que, al enfrentarse a un paisaje, por ejemplo, uno sólo puede recurrir a los recursos siempre precarios de su alma. Otros afirman que el móvil ha abolido la soledad, por esto mismo y por habernos hecho demasiado disponibles, o sospechosamente indisponibles si no cogemos el teléfono. Por supuesto, la elasticidad de la libertad humana hace que uno pueda no hablar por móvil cuando camina, pero sería de una cierta soberbia creernos inmunes a ciertas tentaciones. No sé en qué revista americana he leído un largo artículo, días atrás, de un escritor que había devuelto el ipad, no porque fuera un cacharro, claro, sino porque era tan bueno que apenas podía reprimir su adicción. Es un paso hoy muy frecuente: el de unas tecnologías hechas para que nos ayuden y que al final nos dominan, el móvil como cifra de la ansiedad contemporánea, volver de la calle y tener una tormenta de emails.

En ocasiones, cualquiera puede tener tentaciones luditas o antimaquinistas y pensar que el mundo sería un sitio mejor si fuera un sitio más sencillo: frente al frenesí de la ciudad y el email, la paz de la aldea, corte frente a cortijo. Sin duda, no han faltado ensayistas para decir que las tecnologías van a cambiar nuestra propia naturaleza; al menos, sin duda, la matizan, la enriquecen, multiplican y materializan muchas de sus posibilidades. Pero en la complejidad de la libertad, también tienen sus cadenas y sus dependencias.

Veamos algunas. En primer lugar, el hecho de que un instrumento deje de ser algo instrumental y ocupe incluso unas energías excesivas en el debate público: ciertamente, no creo que (imagen común) cualquiera de nosotros consultando con avidez el móvil transmita más inteligencia humana que nosotros mismos leyendo un libro. En segundo lugar, estamos a falta de codificar con la claridad de las costumbres bien definidas una cierta cortesía con móviles y demás: ¿se liga más fácil por sms? ¿qué grado de conocimiento hay que tener para mandarle uno a alguien? ¿por qué es enormemente maleducado mandar un email de más allá de un par de líneas? ¿es necesario que la música de nuestro móvil sea una especie de afirmación de que somos estupendos e interesantes? Luego están las vacuidades narcisistas habituales en Facebook o Twitter, para recordar al amplio mundo que existimos y somos dignos de amor y de atención. Entiendo que las cosas son como son, pero la falta de etiqueta no implica mayor libertad sino mayor frustración: al fin y al cabo, la etiqueta es un esfuerzo para la convivencia, que implica una finura moral que en buena parte hemos perdido -saber que, frente a los demás, no podemos hacer lo que nos da la gana. Siempre me sorprende que demos prioridad a la llamada que entra antes que a la gente que tenemos delante.  

En tercer lugar, lo más preocupante de todo: las tecnologías de la información van generando una nueva aproximación a cómo conocemos, cómo asimilamos la realidad, cómo leemos, y en esto, hay menos ventajas que inconvenientes: no es ya que se pierda el perfil noble del lector –de modo a veces orgulloso e intencionado, como algo de otra época-; además, coincide con una corriente cultural por la cual la escritura –la literatura, si se quiere- merece mucha menos atención y devoción que en otros tiempos, y tiene mucha menos influencia e importancia (ningún escritor del XXI tendrá la atención y devoción que tuvo Dickens en el XIX, pero creo que los libros han hecho más sabios que el cine, por ejemplo). Al tiempo, como apuntaba hoy mismo David Brooks, el de Internet es un conocimiento generalmente mucho más anárquico y fragmentario, por oposición a las jerarquías humanas del saber tradicional: el apreciar que no es lo mismo leer o escribir Guerra y Paz, digamos, que leer o escribir no sé qué blog ocioso. Por supuesto, no hay la misma exigencia, ni hay el mismo criterio a la hora de saber que uno está entrando en “algo importante”; quizá, en el mejor de los casos, la diferencia entre estar informado y acceder a un grado de sabiduría, cuando el conocimiento llega a los tuétanos de la moral de la vida, con sus correspondientes frutos de escepticismo incluso hacia uno mismo, tolerancia, epicureísmo del saber, el reposo de unas destrezas más hondas que la cultura del enlace, el aprecio por los maestros frente al igualitarismo total y el reino de lo instantáneo (hoy, las cosas mejores parecen más invisibles). Todos estos son temas muy debatidos ahora. En parte, estamos ante “el fin de la atención”, y sobre todo ante algo aún por definir: si Pinker habla de cómo todas las tecnologías de la información han conocido críticos, si otros hablan de las capacidades cerebrales que se desarrollan con esas tecnologías, no faltan estudios para señalar cómo a los niños, por ejemplo, les viene mejor leer que estar ante una pantalla. De todos modos, creo que el principal peligro es el siguiente: la pérdida de la voluntad de grandeza que, mirando al pasado, llegó a hacer a un Goethe o a que se tomara en serio lo que tuviera que decir Ortega y Gasset. También, una capacidad de entroncar con el pasado y de apreciarlo, como cuando Turner miraba los cuadros de Claudio de Lorena. Son noblezas del espíritu humano para las que estamos perdiendo la continuidad que dictaba la admiración.

 
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