Islamismo aquí a la vuelta

El mínimo roce con esa modalidad tonante del mal que adopta la forma de barbarie terrorista, en potencia o consumada, produce en el ánimo una urticaria de estupor, de inquietud y de recelo. Y la picazón va en aumento según la intensidad del roce aquel que la origina: nula, o casi, para nosotros, cuando nos llegan noticias de la detención de yihadistas en la frontera entre Siria e Irak, en Pakistán, en las Islas Filipinas; algo mayor si es en Alemania; rabiosa ya si la captura concluye en España. Quizá en lo temporal se pueda definir al hombre como un ser de lejanías –según dicen los que dicen haber leído a Heidegger–, pero no tanto si se sigue el criterio del espacio, porque lo que de verdad interesa y preocupa a cualquiera es aquello que tiene al lado, lo que irrumpe en su vida cotidiana.

Al fin y al cabo, todo suceso notorio y difundido –que puede entrar de lleno en las páginas de la historia– se juzga siempre desde la experiencia propia: «¿Dónde estabas tú el 11-S?». El estupor, la inquietud y el recelo, sobrepasados por el dolor terrible y directo, que sufrieron los supervivientes o los familiares de las víctimas, en Nueva York, en Madrid, o en tantas otras ciudades asediadas por el zarpazo destructor de los fanáticos, deja en evidencia el prurito superficialmente egotista de la pregunta, cuya respuesta, en realidad, a nadie importa. El 11-S, casi todos estábamos donde solíamos hasta ese momento, y donde hemos seguido estando por lo común: en casa, comiendo, o en el trabajo, refunfuñando por una jornada interminable. Digamos que, en materia de acontecimientos históricos, la parte proporcional que corresponde a cada uno de participación en drama y heroísmo acostumbra a ser sumamente pequeña y subsidiaria.

Vienen estas reflexiones al hilo de la detención en Burgos de seis islamistas muy en activo. La intensidad del roce aludido al principio, que produce la urticaria de estupor, de inquietud y de recelo, se debe en este caso a que estoy hablando de mi ciudad natal; a que conozco bien la calle donde se encuentra la carnicería de los integristas, aunque nunca he reparado en el establecimiento; a que Briviesca, donde también se han realizado registros domiciliarios, es el pueblo del que procede la familia de mi madre, y en el que he pasado buena parte de mi niñez. Estas observaciones no tienen mayor trascendencia que la de una simple certificación personal de algo ya consabido, por mucho empeño que pongamos en no querer verlo: los practicantes del odio están entre nosotros, a la vista. Y, aunque sus actividades sean clandestinas, no se esconden. Los tenemos, sin más, aquí a la vuelta.

 
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