Lectura

¿Ella? Ella asiste en la habitación de un gran hotel de Viena a los preparativos minuciosos del adulterio largamente presentido. Acompaña al joven Johannes, sin que este lo advierta, en las pequeñas alevosías de seducción que constituyen su acicalamiento. Con las guías engomadas del bigote bien simétricas, las mejillas tersas y fragantes después de aplicarles la loción, el rizo que escapa del tupé y cae sobre la frente como con negligencia, Johannes sale del baño, toma la camisa almidonada que le han traído y, mientras se la pone y se la abrocha, va pensando —y esos pensamientos se transfunden de inmediato a los de ella— en las galanterías estudiadas con que dentro de unas horas deberá vencer, allí mismo, la fingida reticencia de Frau Holz, gran dama al fin y al cabo, esposa honorable como representa ser de un alto oficial atollado ahora en alguno de los tremedales de la Gran Guerra.

¿Él? Él participa, sin que se aperciba ningún otro comensal, en una cena de gala que ha ofrecido el rey Luis XIII en el palacio del Louvre. Su presencia allí es cortesía de un gentilhombre que le cede los ojos con que admira recatadamente la belleza lánguida de Ana de Austria, que le presta el paladar con que degusta manjares abundantes, raros, sabrosísimos, que le aporta el ingenio, la donosura, a más de los rudimentos de la lengua francesa, con que se desenvuelve galanamente entre los miembros de la corte parisina. Concluidos los postres, una armonía de violines colma la sala y las parejas se enlazan en pasos de baile. Madame de La Fleur lo compromete desde lejos con una mirada que desprende pasión, esa pasión atemperada sin embargo por un sentido práctico de las conveniencias para que nadie pueda tacharla de indecorosa.

Justo cuando se dispone a acercarse a la dama, siente él en su mano derecha la leve presión —seña tácita—, de la mano izquierda de ella. Todo el tiempo han permanecido entrelazadas sobre la mesa, olvidadas durante la ausencia, como un puente que al cabo sirviese para unir las dos orillas remotas de sus ficciones respectivas. Está haciéndose tarde y hay que preparar la comida. Ambos cierran sus libros. Piden la cuenta de los refrescos. Pagan. Se van. Queda en la terraza de la cafetería un rastro tenue de loción y un eco amortiguado de violines.

 
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