Liberales hasta las últimas consecuencias

Desde este pequeño rincón de la red me dispongo, irresponsablemente, a realizar apología de un delito: el de violación de los derechos de propiedad intelectual. Si usted es compositor, cantante o similar, le ruego que se lo piense dos veces antes de seguir leyendo porque se sentirá bastante indignado.

En la sociedad española en la que vivimos, liberal en lo económico y retrógrada en lo social (pena de muerte para los no nacidos y un largo etcétera) hay que ser radicales en los planteamientos, no me parece justo que sólo unos pocos disfruten de la libertad de mercado y menos cuando ya somos europeos, además los primeros en Europa. O todos, o al río.

La “mano invisible” que dirige el mercado –que razón tenía San Adam Smith- resulta que ahora se dedica a “fusilar” CD’s de música. El “top manta” da la razón definitivamente a las tesis del padre del liberalismo y si Marx levantara la cabeza, no le quedaría más remedio que hincar la rodilla ante la evidencia de la autorracionalidad –sin necesidad de injerencias del Estado- de la ley de la oferta y la demanda en los ajustes del mercado.

Las grandes compañías de discos, multinacionales por excelencia y verdaderos agentes en la sacada de tajada de la globalización, se ven amenazadas en sus arcas por un grupo de personas sin recursos que para llegar a fin de mes se dedican a deshacer la cama, extraer la manta y ofrecernos al proletario medio la posibilidad de disfrutar de la música a un precio razonable. Confieso que mi sueldo de periodista no me da para poder adquirir las glorias musicales en toda su originalidad.

Desde el invento del pirateo puedo disfrutar de las últimas genialidades artísticas de mi adorado Sabina, y de otros merecedores de culto como U2, REM o Manolo García. Se acabaron los tiempos en que tenía que llamar a los 40 Principales para pedir una canción y suplicar que el locutor no hablara durante su ejecución para poder grabarla en mis cintas.

Lo políticamente correcto es manifestar, nos pregunten o no, la indignación por el pirateo de discos. Curiosamente la gran masa –los que nos distinguimos por invertir más del 60% de nuestro sueldo en sacar adelante la hipoteca- manifestamos contradicciones entre lo dicho y lo hecho, y nos arremolinamos en torno a la manta sagrada para adquirir el placer prohibido de gozar de la música a precios razonables: quien esté libre de pecado, que tire la primera carátula sin fotocopiar.

Si las multinacionales de la música pueden ser liberales y libremercadistas, e imponer los precios que les plazca, los proletarios como yo y los inmigrantes que hacen realidad el sueño del “top manta” también queremos comportarnos como tales, sin que el Estado se inmiscuya en las irregulares circunstancias a las que recurrimos previamente a la introducción del heredero del vinilo en nuestras gramolas digitales.

La caída del imperialismo del “top manta” sería posible si las discográficas ajustaran los precios de sus ofertas al poder adquisitivo de los demandantes. Si no se comportan, por tanto, razonablemente, es decir, sin violentar a las leyes del mercado, la “mano invisible” de Smith se liará la manta a la cabeza y hará de las suyas para que esto suceda. Todos tenemos derecho a disfrutar de la libertad de mercado. Si elegimos ser liberales, hay que serlo hasta las últimas consecuencias.

Respecto a los autores y artistas cuyas caras se pueden ver fotocopiadas por los suelos de la ciudad, no los reconozco pasando hambre y haciendo malabarismos para llegar a fin de mes, privilegio reservado para vendedores y adquisidores de este fraude. Al final resulta que las leyes del mercado también funcionan en la justa redistribución de la riqueza: ellos, los pudientes, ganan menos, y nosotros conseguimos ahorrar unos euros a la vez que tomamos parte en el placer burgués de disfrutar del arte. La izquierda, enseña por excelencia del artista, está de enhorabuena.

 
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