Localismo, divino tesoro

El informe «Jóvenes españoles 2005», que presentó este martes la Fundación Santa María, bosqueja el retrato sociológico de nuestra muchachada, entre los catorce y los veinticinco años –uno ya se sale, ay, por el margen superior–, con datos referentes a sus coordenadas políticas, éticas y morales, a sus preferencias en materia de esparcimiento o a la percepción que de sí mismos tienen quienes se integran en esta franja de edad. Dicho sea de paso, bastante mala (la percepción propia, no la franja de edad, que es óptima).   De lo mucho que puede comentarse en torno a la estadística fresca y sustanciosa contenida en el informe, quiero extraer aquí las cifras del apartado referente al «índice de pertenencia a un área geográfica». Dicho a la llana, la regleta con que se mide el nivel de localismo. En una escala de 0 a 2, los jóvenes dan de media un 1,13 al municipio donde viven, un 0,73 a su región o comunidad autónoma y un 0,70 a España. Hace veinticinco años, la cifra relativa a la identificación con el pueblo o ciudad era de 1,01, con la autonomía de 0,69 y con la nación en su conjunto, de 0,83. Pese al angosto campo numérico en que nos movemos, dominado por los decimales, no es nada difícil desentrañar la tendencia dominante.   Como puede suponerse, en esta España nuestra, no plural sino plúrima, la identificación sentimental con una u otra entidad geográfica y política varía según dónde nos situemos. El índice más bajo de fervor por la enseña rojigualda se da en las comunidades consideradas históricas: Cataluña (0,73), Galicia (0,53), Andalucía (0,49) y País Vasco (0,24). Allí se agudiza la propensión al amor exclusivo por el terruño a un ritmo más rápido que en resto del «Estado», según la terminología al uso. ¿Acaso es que España como tal encorseta hoy a los jóvenes con mayor rigurosidad que a sus padres, y en justa correspondencia sus afectos se tornan proporcionalmente centrífugos? Más bien ocurre todo lo contrario.   En las cifras del informe se traslucen los efectos perniciosos que para la unidad de los españoles llevan provocando las políticas de «construcción nacional» y de «normalización lingüística» desarrolladas desde comienzos de los ochenta por gobiernos de miras cortas. Ahí tenemos a la generación que se ha educado con el desbarajuste de unos planes de estudio sectarios, que al volver a casa enciende la televisión para ver el correspondiente canal autonómico, que apenas indaga más allá de las lecturas obligatorias de clase –como mucho–, seleccionadas tantas veces con criterios más que discutibles. Es la juventud que venera a la patria chica y desprecia a la patria grande. La juventud de «localismo, divino tesoro».

 
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