Mallorca a vista de taxi – El mar el domingo – Pensamientos ociosos de un turista muy ocioso (I)

Mi deseo va por delante de mi cuerpo en pos del desayuno. Sin duda, debe de haber un hambre santa. En la mañana del domingo, Palma es una ciudad sutilmente adinerada y del todo comprensiva con sus vicios: ayer fue día de fiesta y hoy parece que todo lo perdonara el cielo azul. ¿Cómo no perdonarlo cuando el vicio fue un concierto de la Electric Light Orchestra? Escenarios y cabinas urinarias interrumpían la perspectiva de ese Borne que no parece una calle sino un salón de invierno, un cruzar de miradas, un ir y venir de cortesías. Por superstición o por costumbre, toco las ancas de las esfinges del Borne, por esa estatufilia que nos lleva a acariciar el pie de San Pedro en Roma, tomar la barba del Caballero de París en La Habana o posar la mano sobre la pelvis de la Sirenita en Copenhague. Se trata de establecer referencias sensuales, como el animal que marca el terreno con la orina –sólo que de modo más civilizado. En fin, nuestras ´manías más secretas casi siempre resultan ser las más inocentes, y ahora mismo recuerdo que Mario Praz cogió a su asistenta en el momento de besar la boca de mármol de un Apolo. Si el buen gusto es un instinto, puede conocer sus desviaciones.

Ogro reaccionario, leo ALBA y ABC en la terraza del bar Bosch, rodeado por alemanes que visten ropas de diseño, felices de la felicidad de un clima suave, sonrisas y bonanzas. Hay una dulzura del sol –una dulzura algo tuberculosa- a través de los plátanos sin hojas. La pequeña turbiedad de la mañana se disipa hacia la plenitud del aire. La luz no calienta pero en una vida sedentaria, el frío casi constituye una emoción. Me encuentro en esa situación –en esa constante vital- que merece toda admiración y maravilla: no tener nada que hacer. La percepción indolora del tiempo es una de las mejores aficiones posibles y de pronto pienso que sólo tenemos la ilusión de dominar el tiempo cuando nos dedicamos a perderlo. El silencio es otro plus y, como no sé si estoy alegre o estoy triste, opto por la alegría porque el tono es tan menor que alegría y tristeza son mínimas e indistinguibles. Si los saturninos despiertan con desgana, uno suele despertar con un buen humor insoportable.

Pago y me voy. Han cerrado los comercios, las zapaterías, pero es domingo y las iglesias están guapas. Esas señoras palmesanas –tan parecidas a las señoras de la calle Lagasca- sin duda están en su casa, sinuosamente paseando en robe-de-chambre. ¡Dichosos sus maridos! Los operarios desmontan, aquí y allá, los escenarios, pues no sólo tocó la ELO sino que tocó también Loquillo, como si se tratara de resucitar a los muertos más muertos. Está visto que el hombre, en términos globales, puede decorar su casa con IKEA pero todavía necesita fosforescencias en la noche, una exaltación sin comprensión, perder el alma en una fiesta. Así ocurrió ayer, con tantas fogatas en la calle, porque en España toda fiesta termina –de un modo u otro- en la exaltación de la carne porcina. En el Borne, imagino paseos de mozas y reclutas, musicados por orquestinas de otro tiempo, especializadas en pasodobles y canción patriótica. El sopor post-desayuno, con una dosis de nicotina, es un placer dotado de toda sutileza, una introducción a las artes de la digestión. Echaría a andar pero no sé muy bien lo que hacer, y como siempre que no sé qué hacer, me subo a un taxi.

Hacia el castillo de Bellver, el Paseo Marítimo tiene ese abandono tan magnífico de los barco dormidos y los bares cerrados. Hoteles en temporada baja. Villas de Son Armadans, con la elegancia de los barrios diplomáticos. Observo que hay un portón que cierra la subida a Bellver y el taxista me comenta que se trata de evitar incursiones nocturnas en el bosque, que harían del pinar un vertedero de botellas vacías, vasos de mini y esos rastros de afectividad incontrolable: un zapato perdido, una bufanda sobre una retama. Del castillo de Bellver se ha dicho que tiene las hechuras burguesas del militar que nunca entró en combate y a mí se me ocurre que parece uno de estos chalés posmodernos, de hormigón y sin ventanas: tal vez se pudiera teorizar sobre el asunto. Puestos a pasar prisión, amigo Jovellanos, hay sitios con vistas peores, aunque entiendo tu tristeza al ser despojado del recado de escribir. El aire huele a pinos calientes y el sol nos tuesta lentísimamente. Con un poco de suerte, volvemos a Madrid con el color de un salmonete. El mar es azul e incomprensible, cerca y lejos, y la belleza es tanta que es mejor volver al taxi porque tampoco vamos a perecer de hiperestesia. En algún lugar, he oído que los taxis de Mallorca son los más caros del país.

Del barrio de Génova, al otro lado de la ladera, había leído en los libros de Puig, de Llop y de Jordá, con una impresión de fiestas de antaño. Inquiero, con el taxista, sobre la condición del barrio de Génova: ¿es este el lugar donde los palmesanos comen los domingos? ¿Es popular? ¿Dónde se come bien aquí? Los taxistas, elemento conservador de toda sociedad, suelen tener en gran estima la variable calidad-precio a la hora de recomendar restaurantes. Yo no es una variable que suela entrar a valorar. Sin bajar del taxi, damos vueltas por Génova y terminamos frente a Can Tonet, merendero o mesón de corte tumultuoso donde compartir con los amigos una comida en clave folklórica y calórica pero donde el turista delicado sólo podría encontrar un contemptus mundi de lo más desapacible. El taxista no logra hablarme de intrahistorias ni del genio del lugar. El taxista no es un lírico, ni un costumbrista, ni un erudito local, ni un contemplativo. Quizá, después de todo, lo mejor sea no bajarse: ante la duda, opto por la audacia:

-          ¿Cuánto se tarda en llegar a Valldemosa?

En llegar a Valldemosa se tarda poco. Los almendros en flor parecen cándidos ramos de novia, floración blanca y nueva, de pasamanería, sobre el tronco negro y viejo. En realidad, un almendro en flor es casi un haiku.

(Continuará)

 
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