Manifiesto en pro del duelo incruento

Época de insustancialidades, la nuestra desconoce el significado mismo de la palabra pundonor. Admitamos que aquella virtud conceptuada antaño entre las más altas terminó colapsando no solo por la inercia de estos tiempos hueros, sino también porque la volvieron poco respetable cierto histrionismo con que solía defenderse –no en vano fue materia de innumerables obras teatrales– y algunos excesos en que incurrieron los a menudo picajosos afrentados. Las mancillas al punto de honor debían limpiarse, claro, en el campo del honor, lo que solía conllevar un reto a duelo, de manera que al final un contendiente acababa herido o muerto, y el honor en teoría reparado.

De aquellos bizarros lances lo más que queda hoy día es un «qué pasa, que estás mirando a mi piba… Vamos a la calle, que te voy a meter un guantazo». Entre ese guantazo limpio y el lanzamiento de guante como forma simbólica para el desafío que se resuelve con posterioridad, media mucho más que una sola cuestión de elegancia. Se trata de dos concepciones distintas del vivir. La del guantazo es la expeditiva, la inmediata, la individualista, que no nace tanto del pundonor como del amor propio herido. La del guante arrojado es la del aplomo, la que sabe diferir esa satisfacción exigida, la que incluso le da una dimensión que trasciende lo personal, porque para ello es menester buscar padrinos. Y nada más opuesto a unos padrinos de duelo que los amigotes que jalean en la calle al bravucón de discoteca.    

Lo que aquí se requiere, en fin, es una pedagogía de la ofensa y de su reparación. Dado que los conflictos interpersonales concluyen muchas veces con violencia directa, propongo adoptar el ceremonial de los viejos duelistas como medio incluso para atemperar los ánimos. De aquellos usos, por supuesto, habría que limar sus aristas más cortantes. Quedarían vetadas las armas tanto blancas como de fuego, y los duelos serían incruentos por completo, dejando a un lado incluso la modalidad «a primera sangre», en la que como mucho se empapaba de un rojo escueto la camisa. Ofendido y ofensor se verían las caras como siempre en estos casos a la hora del alba, y ganaría la pendencia, por ejemplo, quien lograse endosar al adversario las más donosas imprecaciones.

Acójase en la escuela una materia, Duelo Incruento, que aúne la enseñanza de valores, para que el educando ser capaz de discernir cuándo debe o no debe amostazarse por una determinada alusión, con la enseñanza de retórica e historia literaria, y así aprenda a hacer fintas usando no la espada sino la lengua. Impártase a primera hora junto a las bardas del patio como ambientación más apropiada, y que al menos la mitad de la carga lectiva sea práctica, como una esgrima verbal aplicable luego a la vida. Acabaremos forjando ciudadanos a la vez más cultos, más sutiles y más morigerados.

 
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