Manifiesto de rechazo al calendario perpetuo

Y otra vez a vueltas con el tiempo, que lo es todo y nada es. Esta mañana hemos tenido reunión de departamento en el instituto. Distraído como estaba, he fijado la atención sin querer en uno de esos cilindros que regalan las cajas de ahorros para depositar dentro los lápices y demás instrumentos de escritura. Su cara externa la ocupaba un calendario muy atrasado, del año 2001. Instintivamente la vista se me ha ido hacia septiembre, al día once. Fue martes. ¿Y bien? En La 1 debía de tocar partido de la Champions. 

Segmentación artificial y rojinegra del transcurso, el calendario de cualquiera de los días pretéritos tiene el mismo valor que un cartón de bingo con todos los números tachados, cuando ha sido el propio tiempo quien se ha cobrado su premio a nuestra costa. Por otra parte, al mirar atrás da lo mismo a qué altura de la semana ocurrieron ciertos hechos, aunque a veces la historiografía los recuerde así: ni el Jueves Negro fue tan turbio por ser jueves, ni el Domingo Sangriento fue tan trágico por ser domingo. Lo habitual es que el suceso superponga por completo el tonelaje de su importancia a la fútil y cotidiana plantilla semanal. Sí, yo había olvidado que el siglo XXI comenzó un martes –día de Champions debía de ser- y hoy, por casualidad, lo he visto en el objeto publicitario de una caja de ahorros local. 

Conviniendo en que vuelto hacia el pasado tiene una utilidad anecdótica, el calendario sirve sobre todo para manejarse en el corto y el medio plazo, es decir, en el ámbito confortable de un futuro cercano. Su alcance óptimo es el que cabe en las dimensiones de una agenda: un año natural, un curso escolar. Más allá vivaquea la incertidumbre. Aun cuando desoigamos la predicción divulgada otra vez recientemente de que el fin del mundo llegará el 21 de diciembre de 2012 –por cierto, viernes: qué fastidio, a mí que me gusta salir más bien los sábados-, la realidad es que casi nadie hace planes concretos a tres años vista. Sí en genérico, casarse, escribir la novela, ordenar el trastero, pero para ciertos proyectos ni siquiera bastarían dos o tres eternidades.   

Contagiado por el didactismo que impregnaba esta mañana la reunión de departamento en el instituto, concluiré este manifiesto –ejemplo, improbables alumnos lectores, de argumentación con estructura inductiva, porque la tesis va al final– afirmando que el llamado calendario perpetuo, ese según el cual podemos retroceder o avanzar en el tiempo cuanto queramos para comprobar en qué cayó a caerá tal fecha, no sólo me parece inútil para lo pasado, sino inquietante para lo porvenir. Hoy varias webs ofrecen como servicio la adivinación del día exacto de la propia muerte. Prefiero vivir hasta entonces en la inopia semanal, no vaya a ser que al consultarlo en el perpetuo calendario me entere de que justo, porque ese año coincide así, abandonaré este valle en víspera de puente.  

 
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