Manifiesto por una toponimia dinámica

Todo cambia; la toponimia resta casi inalterada. Es más, cuando evoluciona no es porque se adapte a las transformaciones de la realidad que designa, sino por la corrupción intrínseca de las lenguas: Caesar Augusta no pasa a ser Zaragoza en correlación con su desarrollo urbano y humano a lo largo de los siglos, sino sencillamente porque el viejo latín se deturpa. Ahí concluye el proceso, en unas pocas innovaciones fonéticas asentadas desde hace ya tiempo.

Que la estabilidad de los topónimos tiene ventajas es evidente. Por una parte hace innecesarias las notas a pie de página para aclarar términos relativos a la geografía, puesto que en todo caso continúan en cada atlas actualizado mucho antes de incorporarse, ya obsoletos, a la entrada de un diccionario etimológico.

Por otra parte, la constancia designativa favorece la identificación del individuo con su lugar de origen y el sentido de pertenencia a una comunidad. En palabras del antropólogo José Antonio Jáuregui, el topónimo es uno de los tótems más poderosos del homo tribalis.

Sin embargo, esa inmutabilidad propia de los nombres de lugar los blinda del tiempo y, curiosamente, también del espacio. Los vuelve falaces, engañosos. Quizá no ocurra tanto en el caso de los accidentes geográficos, que han variado leve y lentamente –siempre que el hombre no les ha puesto la mano encima– en el decurso de la era terciaria, pero es algo indiscutible cuando nos referimos a los núcleos de población. El topónimo, como una bandera en un mástil cada vez más herrumbroso, permanece donde alguien lo plantó, ajeno a los vendavales de la historia.

Para no irme demasiado lejos, aduciré como ejemplo mi ciudad natal. Burgos lleva llamándose Burgos desde que la fundó Diego Porcelos allá por el año 884. ¿Cómo es posible que no tenga un mínimo reflejo en la superficie nominal el hecho de que no ya el conde y sus contemporáneos, sino generaciones, generaciones y generaciones de sus descendientes hayan dejado de poblar sus calles? Y en el aspecto espacial, ¿según qué criterio podemos referirnos con la misma secuencia fonemática al mínimo Burgos de la primera hora, apenas ciudadela defensiva en lo alto de un cerro, y al expandido y pacífico Burgos actual, de casi ciento ochenta mil habitantes?

Siempre pueden alegarse dos argumentos de peso: el carácter básicamente inmueble de toda localidad, enclavada en un punto fijo, y la existencia de unos rasgos en teoría esenciales que la definen. Pero entonces, en el primer caso, ¿por qué el municipio gallego de Portomarín no cambió de nombre cuando las aguas del embalse de Belesar obligaron a cambiar su ubicación hace apenas medio siglo? Y en el segundo caso –volviendo al ejemplo de arriba–, si se recalificase el solar de la catedral para viviendas de lujo, se dejase de comer morcilla y lechazo asado, se retirase en cumplimiento estricto de la ley de memoria histórica todo vestigio cidiano, el cambio climático propiciase la desaparición del cierzo y la gente pasase a ser manifiestamente extravertida, ¿deberíamos acaso referirnos a Burgos de modo distinto?

Propongo en este manifiesto dinamizar la toponimia para que no sea falaz, engañosa, y acompasarla con una realidad en cambio permanente. Sugiero que se abra una fisura en la arbitrariedad del signo y que, a su manera limitada y convencional, la palabra refleje especularmente la huella del tiempo en el lugar donde habitamos. A nuevo plan general de ordenación urbana, adición de sílaba; a demolición de un edificio relevante, sustracción de un fonema concreto; a hermanamiento con una localidad de otro país, posible adopción de su exótico sufijo; a catástrofe natural, modificación en la prosodia. Cada corporación local elegiría democráticamente las variaciones –claro está, sin efectos retroactivos–, y podría conservarse la denominación tradicional en los rótulos como patrimonio cultural de interés cierto: «Bienvenido a los Juegos Olímpicos de Burgos-Talístumärpul, 2124».  

 
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