Maniobras magrebíes

Cuarenta jardineros cuidan los jardines de la Mamounia cada día para dar una imagen terrenal y verosímil del Edén. Recortan los topiarios, perfuman el agua con bergamota y cidro, ofrecen guirnaldas de dátiles a los turistas que beben gin-tonics en las terrazas, ante el Atlas nevado, bajo un cielo inolvidable. Es un embrujo propicio a la inspiración poética o a la conspiración política, una rêverie tardía y colonial que ralentiza el entendimiento como un cigarro de kif y abstrae –por ejemplo- el sueldo de cuarenta jardineros más bien infrapagados.

En las mejores noches de Marrakech se estanca el bíblico olor de las higueras y cualquier socialista de base siente de pronto las “tres culturas” en ardiente epifanía. A esa hora, la mezquita de la Koutoubia recuerda más que nunca a la Giralda, el izquierdista impresionable escucha renacer su alma de nardo y ya asiente a todo cuanto dice ese marroquí que argumenta sobre Ceuta y tan dulcemente habla el francés.

Islam y socialismo coinciden en su apreciación del dolo y la mentira como acepciones victoriosas de la astucia, pero los socialistas españoles deberían saber que el moro sólo acaricia la cabeza que más tarde cortará. Queda por escribir la novela sobre los aristócratas de familia y los aristócratas del PSOE que acuden a Marruecos a caer bien al enemigo, a enredar con el hachís, a buscar violencias homoeróticas o a comprar cuero labrado por manos ágiles de niño.

De momento, se constata que la maurofilia es algo propio de un biotipo socialista con perfil bajo y ambiciones altas que medra por gracia administrativa en ministerios y oscuras fundaciones no siempre andaluzas, organiza conciertos de piano, veladas poéticas, y procura hacer amistades para ser rico cuando deje de ser funcionario.

Las mayores simpatías continúan pese a todo más al sur: Sahara, Tinduf, Río de Oro. Todavía llegan cada verano unas docenas o centenares de niños refugiados que juegan con los grifos o el interruptor de la luz, y en las capitales de provincia se manifiestan unos pocos izquierdistas clásicos con menos esperanza que los guineanos en su negociado. Esta inmensa compasión parece por una vez razonable, pero se agota el tiempo de hacer política y la peor crueldad será que el conflicto muera por su propia lentitud. Tampoco se han de colmar las ansias de paz con el desistimiento estéril de la causa saharaui, y sin duda había más espacio para el disimulo. 

No hemos tenido aún ningún ministro lo suficientemente perverso como para decir que la España democrática no se ve obligada a pagar las deudas de la España colonial. El abismo de continuidad que separa a Mohammed VI de cualquier gobernante español se hace más dañino en la medida en que de este lado del estrecho cambiamos cada cuatro años de política y compramos la tranquilidad de la conciencia con el envío a Tinduf de latas de atún excedentarias. Todavía es esa la comida nacional de los saharauis, junto a la tortilla de patatas si hay visita.

Marruecos mantiene tiranteces fronterizas con todos sus vecinos pero ya hace quince años que ni una bala cruza el aire en el Magreb. En este sentido, nada sorprende más que la estrategia de intifada que los saharauis han emprendido con valor suicida, escasos resultados prácticos y ciertos logros en materia de publicidad. La vuelta de la lucha parece un movimiento melancólico producido por la frustración: ni los saharauis tienen armas ni los jóvenes estarían dispuestos a usarlas.

La del Sahara es una tristísima historia que terminará por consunción, sin heroísmo, con la conciencia española abandonada del honor. Algún socialista de ánimo lujoso lo ha de celebrar en el hotel de la Mamounia, mientras un siervo del sultán le habla en el francés más dulce, le acaricia la nuca y medita sobre el próximo uso del alfanje. Pronto los problemas serán las aguas territoriales, las prospecciones petrolíferas, Ceuta y Melilla, Argelia y su gas. Con Marruecos damos siempre el papel de ricos y cornudos.

 
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