Mar y montaña – Barcelona en un folio y dos texturas

La residencia militar de Barcelona está convenientemente situada en el 666 de la Avenida Diagonal, no lejos de otros centros de poder como El Corte Inglés, el edificio de la editorial Planeta o la sede de la Caja de Ahorros y Pensiones de Barcelona, ‘la Caixa’ para el siglo. Es una de las cortesías que tiene Barcelona: por carretera, la propia entrada por la Diagonal es de una racionalidad ordenada y amable, una progresión hacia el optimismo que es el mar. Hoy hemos cambiado el costumbrismo del puente aéreo por el costumbrismo del AVE: donde había apreturas y el impertinente olor de cien colonias, ahora hay cabezadas, gente que maniobra con su Ibook o una copa en la cafetería porque sí.

En ningún caso la relación de Madrid y Barcelona es una suma cero sino que puede ser algo así como un intercambio de gestos positivos, de la rotonda del Palace al salón de fumadores del Majestic, de Mallorca a Semon, de la panda del Liceo a la panda del Real, del Cock al Ideal o del Milford al Sandor, tantas cátedras de vida ciudadana en su entendimiento más cordial, tantos lugares donde estarse bien, a la vez arraigados y europeos. Es de notar la pulsión ultramoderna de Barcelona –los pijos son o más modernos o más manguis- cuando uno sólo sigue escuchando conversaciones propias del siglo XIX: qué tal ayer en el Camp Nou o en el Liceo, si Drolma se mantiene o Drolma baja, si en Vía Véneto se sigue comiendo o no se sigue comiendo igual de bien o si llegaron ya los primeros guisantes del Maresme. Sin voluntad de hacer metafísicas, parece que los barceloneses siempre se hubieran tomado mucho más en serio su propia ciudad: por aquí, el edificio Agbar no hubiera durado quince días sin ser llamado ‘el supositorio’. Salvo en Bilbao, yo no creo que el Rioja guste más en ningún sitio: quiero decir que, fuera de los barrios copados por la internacional del turismo melenudo, uno ve el andamiaje de un conservadurismo patrimonial y antiguo.

Verdaguer cantaba la ciudad a vuelo de águila desde el monte Tibidabo, el mismo monte que tiempo después iba a reunir en su cumbre un parque de atracciones junto a un templo expiatorio. Esa es una comprensión sabia y total de los hijos de los hombres, en su movimiento de la diversión a la purgación. Justo al lado, en el hotel la Florida, una brisa de rizo leve acompaña una copa de cava para inaugurar la hora primera del mediodía. El sol nos tuesta pero no nos duele. La arquitectura es de la edad de los balnearios. De cuando en cuando se asoma una turista en albornoz, despistada del gozo del silencio. Vuela un gorrión: es un escándalo. Brindamos con el mar y la montaña.

Una reverberación de aire y de agua pone una no ingrata turbiedad, un sfumato atmosférico sobre la que antaño fuera gran Barcino pero una ilusión de actividad y orden nos hace pensar en la ciudad –momentáneamente- como entidad virtuosa, en hormigueo vital. Barcelona se recuesta entre dos montes a imagen de la matrona Iberia o de las modelos académicas. A lo lejos, el mar: en un ímpetu invocatorio, llamaríamos a la rosa de los vientos, mistral, garbí, a las deidades marinas, hermana gamba, hermano langostino, ‘la playa azul de la persona mía’, ninfas y nereidas de húmedos costados, la aparición de Galatea triunfando espumas. ‘Venus del mar, Cupido de los montes’: el Montseny asoma su calva de nieve, el Tibidabo y Montjuïch se hacen señales; Barcelona, en suprema seducción, se deja abarcar de una mirada.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato