Marlene

Me dijeron al llegar que allí uno no era nadie sin bicicleta. Miré entre los anuncios de algún periódico local y encontré una muy asequible. Treinta marcos. Llamé. En un alemán precario conseguí hacerme entender lo básico: que estaba interesado en la compra. Me deletrearon la dirección despacio pero sin levantar la voz —no presuponían que, por extranjero, fuera sordo ni obtuso—, y allá me presenté, tras un enredo de autobuses y tranvías.

El barrio estaba a las afueras. Ni siquiera hizo falta llamar al timbre de la casa. Me esperaban en el jardín con la bicicleta preparada. Era un matrimonio mayor que acaso quería deshacerse de aquel trasto sin uso ya por los debilitamientos de la vejez. La transacción se resolvió con parquedad de palabras debido a mis limitaciones en el dominio del idioma. Por un respeto pudibundo a la gramática ajena, que me obligó a no hablar más de lo necesario para no errar más de lo conveniente, extendí los treinta marcos y recibí a cambio aquel saldo de una vida pasada que a mí iba a resultarme tan útil durante aquellos dos meses.

En consonancia con la edad de los propietarios, la bicicleta no parecía precisamente nueva. Le puse Marlene, en honor a la Dietrich, como podía haberle puesto Brunilda, Lotte, o cualquier otro nombre de resonancias germánicas antañonas. Era una bicicleta de paseo, esbelta, de gran alzada, sobria por donde se la quisiera observar. Cuadro gris. Sillín marrón, de cuero. Marchas, ninguna. Un plato y un piñón, y este fijo, de modo que también podía servir de freno trasero. Pedalada amplia, señorial, a propósito para llanos y cuestas abajo. Nunca llegué a desfondarme, porque Karlsruhe apenas tiene pendientes.

Era Marlene tan estable que uno se sorprendía circulando sin manos a la menor ocasión. Ya desde el primer instante, la misma tarde en que la compré, me di al disfrute sencillo de dejar caer laxamente los brazos sobre los costados mientras pedaleaba con fuerza para desenredar el camino de los autobuses y los tranvías que me habían conducido hasta el barrio de las afueras. Se desató una de aquellas tormentas de verano centroeuropeo que luego supe habituales. Empapado por el aguacero, avanzando veloz con mi nueva bicicleta vieja por calles aún desconocidas, me sentí libre y feliz.

Pienso a menudo en Marlene con la nostalgia de los objetos que uno ha apreciado. Hoy, al pasar por la plaza de San Juan de Burgos, donde se arraciman las bicis aparcadas en bancos y farolas junto a la biblioteca, mientras ojeaba en la prensa análisis sobre los resultados de las elecciones alemanas, he vuelto a recordarla. Año 2000. Un milenio anterior, tan lejano.

 
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