Marqués de la Ría de Ribadeo

Fue hace unos meses, en pleno agosto. Media mañana. Entramos en El Español charlando de las mareas. Pedimos dos pinchos de tortilla y un café. Una gruesa línea de sol atravesaba el bar en diagonal, que es como se cuela la luz en las cafeterías de antes. Esa estela intensa al estrellarse contra la gran cafetera dorada, réplica de una más antigua, teñía el suelo de cientos de manchas coloridas y reflejos brillantes. Su resplandor pesado y enérgico de mediodía hacía denso el aire y desvelaba diminutos restos de polvo en el ambiente. Dentro de El Español estábamos cuatro o cinco personas. Recuerdo el lugar así, desde niño. La última reforma de la emblemática cafetería ribadense de la calle San Roque respetó ese aire añejo en multitud de detalles perdidos, desperdigados por las esquinas del bar. Incluso el suelo, que es casi un tablero de ajedrez. “Cuéntame” podría rodarse allí.

Esa mañana mi acompañante y yo comentábamos desde la barra la actualidad política en voz alta. Tal vez demasiado. La relajación de agosto facilita esa confianza. Después de endosarle el penúltimo sablazo dialéctico a algún ministro, con voz gruesa y alguna carcajada impropia, me crucé la mirada con Leopoldo Calvo Sotelo. Supongo que ocupaba cada mañana aquella mesa, junto a Pilar, su mujer. Era evidente que me estaba oyendo, aunque no sé si me estaba escuchando. Entre pincho y pincho, yo acaba de darles un buen repaso a varios ministros socialistas, no pocos ex ministros populares y, como tenía el día simpático, estaba a punto de emprenderla con los errores de la Transición, con la crisis de IU, con la nulidad política de tal o cual personaje histórico o con cualquier plato apetitoso parecido. Por suerte, antes de la última sandez de barra de bar se cruzaron mis ojos con los suyos, y reconduje prudentemente la conversación a términos futbolísticos, más apropiados para compartir metro cuadrado con el ex presidente del Gobierno que más cerca estuvo, por ejemplo, del frondoso bigote de Tejero, con permiso de Adolfo Suárez. Sólo después de verlo a él sospechamos que el joven que arañaba levemente la barra de El Español, junto a nosotros, era uno de sus escoltas. No siempre es fácil distinguirlos en medio del colorido de las calles ribadenses de mediados del mes de agosto. El ex presidente del Gobierno estaba sentado cerca de las puertas. El Español tan sólo tiene cuatro o cinco mesas pero tiene dos puertas, y así parece que se ofrece a la calle. Muchos ribadenses y otros tantos veraneantes saludaban con un gesto fugaz a Leopoldo al pasar frente al bar. Él charlaba de vez en cuando con Pilar, mientas apuraban el aperitivo. Pero más que hablar, fijaba en silencio sus ojos en la calle San Roque, contemplando su Ribadeo –y nuestro- en la eterna primavera de un agosto más. La gente le saludaba con naturalidad, porque él era parte de aquel paisaje. Esa mañana confirmé que era difícil descubrir lo ilustre de su pasado político por su apariencia en El Español. Creo que ya no volví a verlo, salvo en la prensa.

Ha muerto Calvo Sotelo y todos los politicastros que hace años lo acribillaban ahora ingresan en su club de fans. Lo de siempre en España. Me sobra hoy cualquier comentario político. Yo no lo recuerdo como presidente del Gobierno. Lo recuerdo allí en El Español, llegando puntualmente a misa en Santa María del Campo cada domingo de agosto, y con el cuerpo erguido oteando el horizonte desde la Ría de Ribadeo, a bordo de alguna de sus embarcaciones. Es que fue así, en el mar, cuando me topé por vez primera con Leopoldo Calvo Sotelo. Pocos meses después de cruzarme con él en la ría embestí decididamente su embarcación. En mi descargo tengo que decir que no fue a propósito. Afortunadamente para mí, ni él estaba en su barco, ni el golpe de mi bote fue tan duro como podría haberlo sido. Más que una hazaña peligrosa aquella fue una hazaña bochornosa. Para más guasa, ni siquiera fue en alta mar, sino en el propio muelle. El motor del pequeño pero matón bote familiar renqueó y se apagó mientras yo hacía mis primeros pinitos soltando amarras en el muelle de Porcillán. A la deriva en distancias cortas el impacto contra alguno de los barcos atracados en el pantalán vecino se hizo inevitable. No tuve tiempo de decidir a cuál sacudirle. Catacrás. El golpe fue aparatoso. Mucho ruido y pocas nueces. Salvando la palidez de mi rostro –recuperable- y la sensación de interminable vergüenza, no sucedió nada más. Ni los GEOS saltaron sobre mi bote –como esperaba-, ni causé ni un sólo rasguño a la embarcación del ex Presidente del Gobierno, ni a la mía. Tal vez hubo alguna sonrisa malvada entre los marineros del puerto. De haber metido la mano para parar el golpe ahora tardaría el doble en escribir artículos. Ahórrense las comparaciones hirientes con Cervantes.

La anécdota viene al caso porque lo último en lo que piensa uno después de zozobrar en las tranquilísimas aguas de un puerto deportivo es que está atentando contra los bienes de un gran hombre de estado que ha prestado un gran servicio a España, como ayer decían. Más aún en el caso de Calvo Sotelo. Sería un gran hombre de Estado, por supuesto, pero por su apariencia, mi única preocupación es que mi accidente pudiera considerarse un agravio hacia el marqués de la Ría de Ribadeo. Eso son sí palabras mayores. Hoy que vemos tan estirados y tan encantados de conocerse a tantos políticos, sin apenas motivos, echamos de menos gente así, capaz de ir por la vida como si nada, disfrutando de lo pequeño. Sin haberlo tratado personalmente, siempre he visto en Calvo Sotelo a un ribadense, no a un ex presidente. Eso dice mucho –casi todo- de él.

 
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