Miguel Ángel Blanco, la mansa utopía

A menudo, la política instituye sus iconos cuando en el reverso de una instantánea se agazapa, de una u otra forma, la tragedia. Hitler sería hoy sólo aquel desquiciado tirano megalómano y gesticulante que parodiaron Chaplin y Lubitsch, si no hubiera planificado una meticulosa y neurótica devastación. Stalin moraría quizá en el limbo del olvido si su rictus impenetrable no hubiese celado al mundo las más aberrantes depuraciones. Kennedy hubiera pasado a la historia acaso con algo menos de lustre en la sonrisa si no hubiese caído acribillado a tiros en Dallas. El Muro de Berlín («Ich bin ein Berliner», JFK) se hubiese desplomado con menos estrépito, y en aquel mismo año puede que hubiera pasado desapercibido el momento en que un carro blindado trataba de sortear a un anónimo estudiante chino, si en uno y otro caso lo que trataba de reconquistarse fuera algo distinto de la libertad. Iconos del mal, iconos del bien, con reverso de tragedia para el álbum de un siglo tan convulso.

Hace diez años, la brutalidad fría de unos asesinos forjó el icono más poderoso y más doliente, más humilde y más perdurable de esta España nuestra. En cuarenta y ocho horas, el rostro de Miguel Ángel Blanco adquirió la categoría de mito, porque en él un pueblo entero proyectó su humanidad y su acedía. Ermua dejó de ser un municipio perplejo por la muerte de uno de los suyos, para convertirse en el norte al que desde entonces apuntan todas las brújulas de la dignidad. Allí nació y allí ejerció –debe quedar sin remisión orgullosa constancia– una de esas figuras revestidas de muda y terca valentía a las que José María Calleja ha denominado certeramente héroes a su pesar. Héroes en medio de una ciénaga moral donde quien no los amenaza los aísla. Héroes que se niegan a arriar el estandarte de esos tres o cuatro valores, no más, pero esenciales, que fundamentan de verdad la democracia. Héroes sin uniformes, sin charreteras, sin cánticos de alabanza ni poses para la historia.

Miguel Ángel Blanco no tuvo un Korda que lo retratara con la frente alta y la mirada visionaria, ni un Silvio Rodríguez para musicar con acordes emotivos su memoria. Tampoco los necesitó. Aquella simple foto suya de carné, toda llaneza, que dio la vuelta al mundo, y el recuerdo del clamor de voces rotas que coreaban incrédulas su nombre, siguen transmitiendo con fuerza incomparable el valor de su utopía mansa y discreta, de su ideal grandioso y cercano. Una juventud rebelde en serio habría de arrumbar ya la efigie de Guevara, que nada significa, que a nadie pone en riesgo, para sustituirla por el icono de quien canalizó con tanto bien, ajeno al derramamiento de otra sangre que no fuera la suya, el verdadero compromiso.

 
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