Mística y ladrillo

Como residente en Ávila que soy desde hace unos meses, no me sorprenden los datos del informe elaborado por el arquitecto y catedrático de economía Ricardo Vergés, que demuestra el ritmo frenético con que se construye en esta recoleta ciudad castellana, a razón de casi cuarenta viviendas por cada mil habitantes, frente a las cuatro de Alemania, las nueve de Estados Unidos o las diez de Francia. No es que las familias abulenses hayan decidido, aquejadas por un raro síndrome de Estocolmo hipotecario, emprender la partenogénesis de los hogares para emanciparse los hijos de los padres, los hermanos pequeños de los mayores, el contrayente A del contrayente B, los perros de sus dueños, las pulgas de sus canes huéspedes y así sucesivamente, sino que en ese delirio edificador parece determinante la cercanía de Madrid, con su irresistible fuerza orbital para atraer poblaciones satélite. El momento llegará en que por conurbación lleguen las lindes capitalinas desde la Cordillera Cantábrica hasta Sierra Morena.

Y es cierto que el alma sensible y predispuesta puede columbrar aún hoy desde el flanco meridional de la muralla, desde el paseo del Rastro, las mismas áridas lontananzas del valle de Amblés –por donde atacaba en el medievo la morisma– que miraron, con ojos ávidos de Dios, San Juan y Santa Teresa. Pero antes esa alma sensible y predispuesta deberá sortear bloques y bloques de nueva planta que desdoran con su molesta interposición visual cualquier atisbo incipiente de arrebato místico. Y qué decir si la vista se extiende hacia el sureste, donde la expansión urbana es máxima en la llamada zona universitaria. Allí las grúas se yerguen como si fuesen los pináculos de una nueva religión, extraña, avasalladora. Un paseo por sus calles, muchas de ellas delineadas aún como mero trazado, sin alumbrado ni firme, revelará que se suceden hasta lo inverosímil edificios deshabitados con el aire siniestro del desalojo masivo tras una catástrofe nuclear.

En pocas ciudades se habrá producido como en Ávila una fractura tan honda entre el urbanismo del centro histórico, declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1985, y el de unos ensanches que crecen vertiginosamente al margen de cualquier vinculación orgánica con aquél. La mística y el ladrillo son dos signos de unos tiempos tan distintos, tan alejados en sus valores fundacionales, que han decidido darse la espalda y convivir yuxtapuestos: en un altozano el ansia de infinito; en llanuras parceladas el ansia de rentabilidad.

 
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