La Movida Madrileña

Cierto que los precursores de La Movida contribuyeron a soltar amarras con la España retrógrada del tardofranquismo, la misma que probablemente ahora, veintiocho años después, todavía recuerda con añoranza el gatillazo del 23-F. Y cierto es que gracias a su arrojo, a la ausencia de complejos y a su carácter desinhibido, la Transición balbuciente, aún inconclusa, se fue desperezando poco a poco, y sacudiéndose la herencia casposa del Tío Paco.

Pero de ahí a sostener con desconocimiento de causa que la Movida Madrileña fue un “movimiento contracultural”, equiparándolo al romanticismo y a la bohemia decimonónica, o a la Generación Beat norteamericana de los años cincuenta, o al movimiento hippie de los sesenta, o al movimiento punk de los setenta…, además de una osadía sin fundamento, denota que en este país nuestro hay tal cantidad de indocumentados por metro cuadrado, que habría que habilitar un abrevadero público en la Plaza de Cibeles, junto al despacho de Gallardón, para dar de beber el elixir de la ignorancia a una progresía petulante muy dada a construir mitos infundados, que presume de su raigambre intelectual inexistente quizás porque desconoce el sentido del ridículo. ¡Más fantasmas que en el Palacio de Linares!

Un año de estos -¡Al tiempo!-, en la gala hortera de los Goya, algún académico mostrenco acaba comparando Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón de Almodóvar con La Dolce Vita de Fellini, y a Carmen Maura con Anita Ekberg derrochando sensualidad en la Fontana di Trevi.

Como sucede con la paloma de la paz, la fauna cutre que convirtió la subcultura del colocón en un bestiario friki que se adueñó de las noches golfas de Madrid, ha sido sobrevalorada por los panegiristas más percebes de nuestra historia reciente. ¿Underground? ¡No! Simplemente ganas de vivir –Que no es poco- en medio de un horizonte de futuro que entonces era casi tan incierto como el de ahora.

Claro que contemplado a vista de pájaro cuculiforme el paisaje de adormidera actual, sería muy de agradecer que en la medianoche madrileña, a la luz del farol que nunca duerme de La calle del olvido, siguieran reuniéndose a la hora bruja todos los locos de atar que estuvieran dispuestos a componerle poemas a esta vida indescifrable, donde si los mortales todavía estamos vivos es porque hay insomnes (incluidos los monjes y las monjas de clausura) que siguen creyendo en el signo de contradicción, en el conjunto vacío, en la tabla de multiplicar por cero, en el mundo boca abajo, en la razón de la sinrazón y en la eterna rebeldía de los ingenuos que seguimos soñando con la luna llena.

El riesgo intrínseco al miedo al abismo sigue siendo el precio de la sorpresa existencial; y la abulia, la maldición de la condenación eterna. Sí, ya sé que estoy un poco pallá y que me lo debería de hacer mirar; pero por una vez he querido que esta columna sin pretensiones sea un ejercicio de introspección en el universo onírico de Onetti y en La vida breve de Falla. Espero que me lo sepan perdonar.

 
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