Música ligera

El hombre más ogro de los hombres tendrá un punzamiento cordial de gozo con la música que llega de radios lejanas por un patio como una irrupción festiva, como compañía para la siesta interminable del domingo o en el verde de un semáforo en el coche, sin más justificación que mejorar nuestra mañana. Viene con la música la blandura súbita del corazón, una entrega al espasmo instantáneo de la alegría, un vencimiento al sentimentalismo casi vergonzoso que de pronto nos puede llevar al tarareo: música ligera, en el mejor de los casos tocada por la gracia, que pide una sonrisa o un martini, soltura y distensión. Es así que el hombre aprendió a bailar, y es un hombre sin alma quien no haya tenido el élan reflejo del movimiento cuando un compás anuncia el pasodoble. Por suerte, la civilización marca los terrenos del ridículo: a veces hay que bailar y a veces hay que ver bailar, por más que sigamos brizados por la música, abandonados en la anchura de su flujo, apoyados tal vez en una barra de bar, en contemplación estimativa y sonriente de la vida. La música tenía mucho que ver con la mejor alegría de vivir, aunque esto fue antes de la degradación infinita del flamenco-pop, del “muzak” que nos persigue para banalizarlo todo y de la busca del trance con la vuelta al primitivismo. Han tenido que estrellarse las vanguardias para aprender que ambicionar la expresividad absoluta va siempre en detrimento del oficio. La música ha podido salvarse más porque avanza todavía de padres a hijos y se aprende para las fiestas parroquiales: antes de la electroacústica son inevitables las lecciones de solfeo y flauta dulce. Por otra parte, nadie está dispuesto a dejar de escuchar a Mozart. Debe de haber una lección en que las zarzuelas —por ejemplo- se llenen de viejos pero también de las hijas o las nietas que siguen el “Tango de Menegilda” con los labios y los pies. De las claves espirituales de la música se ocupó con escritura poderosa el padre Nieremberg, atento a toda cuestión trascendental. Casi siempre, las conclusiones de los teóricos indican que la música es quien nos descifra: es algo que se puede comprobar después del entreacto, cuando ingresamos a la sala con el cava bebido y la sensación de volver al mundo más real y verdadero. Tiempo atrás hubo una elegante vitola llamada “entreacto” para aliviar estos tránsitos de frío y de calor espiritual. Allí vemos los duetos de una dependienta casquivana que se enamora de un mecánico y los dos son felices para siempre cuando termina la función después de una furtiva lágrima o de los reproches de amor —dónde vas con mantón de Manila- en una intensa tarde de verano. En los teatros hay siempre este momento de la magia y por eso su arquitectura supo guardar la intimidad y la penumbra que se necesitan para las apariciones del milagro cuando mira la asamblea. Ocurre en la ópera, en la comedia y en el drama: una corriente de electricidad fija los ojos al momento de cantar “Di quella pira” o cuando un actor hace carne el genio de la dramaturgia y acapara la compasión o el interés. En esa muchedumbre tan frondosa de los rostros cualquier tipo tosco puede sentirse un poco Stendhal. Desprovistos de sensualidad, los teatros más modernos se asemejan a salas industriales de despiece, con la puesta en olvido de las dimensiones humanas convenientes. En teatros de provincias con nombres de tenores olvidados, cuando el titanio no había sustituido al pan de oro, siempre fue un placer aprovechar los recitativos y las transiciones para mirar los ángulos en sombra y las tablas desnudas donde el repertorio gestual humano encuentra su palpitación especular. Después llega el dueto, se casan la dependienta y el mecánico, y nosotros volvemos a exaltarnos dulcemente. Al final hay aplausos y saludos. Estos son misterios de gozo que sólo puede joder Calixto Bieito.

 
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