Niños, hombres y mujeres – De la adolescencia a la menopausia en el siglo XXI – El observatorio de las costumbres

La infancia es el nuevo reino, aquí en Europa. Los niños son un lujo: son escasos. De las guarderías a los parques infantiles, una constelación de ocio y tentación comercial inunda a los niños y ante todo a los padres de esos niños. Zara diseña para los hijos de las clases medias; la casa Dior diseña, quizá, para los hijos de los narcos. Los escritores escriben para niños o no tendrán lo que se llamaba público lector. Hay yogures para niños, actimel para niños, graduado micrométricamente por edades. Hay caterings especializados para sus cumpleaños, espacios para ellos en tiendas, bancos, restaurantes, o en la misma empresa. Por lo menos, se va implantando poco a poco. Los padres tienen más o menos ansiedad laboral y más o menos sentimiento de culpa porque los niños los cría una mujer del altiplano. Esa culpa por no llegar a todo debe de ser de las pocas culpas ahora mismo permisibles.

En consecuencia, todo el ocio de los padres es el ocio de los niños: no hace tanto, que el hijo acompañara al padre, por ejemplo, a cazar, entraba dentro de la ejemplaridad y la educación –hoy sería, además de antiecológico, una intrusión en el alma infantil, una desconsideración al interés predominante del niño. Así, cualquier padre tiene que estar hoy a lo que mande el apetito del hijo, su apetencia; tiene que ver todas las películas infantiles, silbar todas las canciones de los Lunnis, dedicar la mañana de los sábados a acompañarle al partido de hockey.

Más aún: esto no se vive como una desgracia, y en buena parte los padres reviven su propia infancia con la de sus hijos, en el tiempo tasado que pueden dedicarles, aunque los hijos pueden perder ejemplaridad al ser tratados más por fámulos que por padres. Con la feliz disposición de los abuelos a concederles todo a los nietos, hay quien plantea si no estamos criando una pequeña generación de déspotas que sufrirán y harán sufrir –pero aquí no precipitemos conclusiones. Quizá estamos volviendo a la vieja debilidad burguesa de la permisividad total; quizá se propugna desde muy pronto la amistad padres-hijos cuando esa relación de confianza no llegaba hasta la edad adulta del hijo. Esa enorme cercanía padres-hijos viene ya desde el nacimiento, con los padres en la sala de parto, contraviniendo lo que hasta ahora era algo de total privacidad. En general, sin embargo, y en términos de carácter, la represión –término reprimido- daba las mejores flores, aunque sea porque manejar la pala del pescado o repartir los caramelos no viene entre los dones de la naturaleza.

Hay otros rasgos que abundan en el tema de la superprotección. En la física, por ejemplo: ya es casi inconcebible que el niño vaya en bicicleta sin casco o rodilleras, que haya un mechero sin seguro infantil, igual que hay que tener cuidado al hacerle una fiesta a un niño, no vaya uno a pasar por pederasta. Ojo con dar azúcar al niño hiperactivo. Con frecuencia, les obligamos a crecer conforme a nuestras preocupaciones, pero, en realidad, la sobreprotección es una manera de control del comportamiento, no tan lejos de la estaca de otros tiempos.

También hay sobreprotección intelectual: en España era común, en edades escolares, la confianza en el profesor. El profesor era una autoridad y tenía un saber cualificado acerca del niño. El niño se adaptaba al profesor y los padres no presionaban al profesor para que se adaptara al niño. Aun así, “los niños que no pueden dominar sus impulsos, encauzar su atención o modular sus emociones, tendrán peor el éxito escolar”. Hemos pasado ya, quizá, ese mantra de ‘no traumatizar’ a los niños, pero hoy es mucho más difícil conseguir o puede ser directamente implanteable que un niño coma guisantes e incluso se dice que es alérgico sin serlo. Los menús infantiles se abarrocan conforme al gusto del niño, de cada niño. La hora de los dibujos animados manda al abuelo a la cocina a ver el fútbol. Se acabó el viejo paradigma de hablar cuando a uno le preguntan. El rey de la mesa familiar es el niño, a quien todo se le celebra. El niño se calma con un bollycao aunque ahí caigamos en la otra preocupación contemporánea de los niños gordos. La obediencia no es virtud y el Estado enseña con un ejército de pedagogos cómo se debe educar, cómo deben jugar, imponiéndose con frecuencia al buen criterio del padre. Un director de colegio me comentaba de la dificultad de generar paciencia y espera en un niño que lo tiene todo al alcance de la mano o del mando a distancia. La voluntad parece haber desaparecido como valor. Todo esto coincide, curiosamente, con un momento en que a los padres se les exige mucho mayor heroísmo para hacer lo que siempre han hecho. Gran debate, por ejemplo: la privacidad del niño y el hecho de que pasa muchas horas en esa internet donde hay de todo.

Hay otros rasgos. Los niños crecen más rápido, el tiempo de la infancia de alguna manera disminuye. Es lo que las empresas de juguetes llaman ‘la compresión de la edad’. Esto quiere decir que, a los diez años, los niños no quieren los juguetes que tradicionalmente se vendían para los diez años. Ya desde los siete se ven como mini-adultos.

Con todo, los datos apuntados, que parecen negativos, tienen amplias vertientes positivas. Es singular cómo, desde pequeños, estamos inyectando competitividad en nuestros hijos. No es poco común pasmarse de que salen más listos que antes. Ya en el vientre materno, se les pone música de Mozart o se les recita a Rilke para que vayan desarrollando sus conexiones cerebrales. Los juguetes, músicas y programas para el desarrollo psíquico y motriz están a la orden del día, con creciente complejidad y eficiencia. El niño no es un alma pura sino un cerebro que hay que poner a trabajar. Los niños llevan un horario extenuante, de parvulario y colegio y actividad extraescolar. Son menos ociosos, trabajan más. Su inmersión pronta en un entorno competitivo genera acato a la autoridad y conciencia de mayor responsabilidad. Aprenden desde la cuna que están en una meritocracia y que casi todo lo que consigan vendrá de su esfuerzo personal, perspectiva que abre la vida, la dificulta y la enriquece.  Esto tiene poco que ver con el narcisismo y mucho con el carácter, y de hecho vemos en España, en las generaciones que se incorporan a trabajar, un nivel de seriedad y esfuerzo que antes no había, por más que estos positivos rasgos de los niños de hoy tendrán que conjugarse con los postulados de laxitud de la escuela zapaterista. Por otra parte, si los padres sobreprotegen a los hijos y les permiten un ambiente de indulgencia, también es verdad que los niños ven que la familia es más empresa que nunca, que necesita más inteligencia y orden creativo y disciplina que nunca. Ven y aprenden sacrificio de los padres que trabajan y hacen a la vez vida familiar. Los escenarios, en fin, no son unívocos, sino de gran complejidad. Pongamos por último caso: la meritocracia no agota la virtud, por afectar más a la materialidad de lo conseguido que a la lucha por ideales honorables.

Veamos la adolescencia y la primera juventud. La adolescencia antes comenzaba entre los doce y trece y los catorce. Llegaba a su apogeo un año antes de la Universidad. Era un fenómeno bien acotado en el tiempo: el tiempo de los granos, del acné, de algunas vanidades, de los secretos y los primeros egoísmos, de la socialización con el otro sexo. Era un rito de paso y no una permanencia. Lo característico de la adolescencia era mantenerse en una situación de dependencia en tanto uno proyectaba libertad o iba consiguiendo mayores libertades. Hoy, la adolescencia empieza mucho antes y dura mucho más. Se ha vuelto un momento estático, una permanencia. El siglo XX, que conoció adolescencias tumultuosas, muy políticas, ve cómo en el siglo XXI la contestación se ablandó casi por completo. La diferencia es que, en generaciones precedentes, los elementos más vitales de la juventud abogaban por algún tipo de liberación, en tanto que los elementos más vitales de esta no necesitan liberarse de nada.

Y por otra parte no es ocioso señalar que la hegemonía de los gustos es hoy por hoy plenamente adolescente, como una condescendencia general. Ellos son el público y, por lo tanto, los árbitros. Se oye la música de los adolescentes. Hay música pija, música chacha, música según cada barrio y aspiración, aunque tantas series televisivas estén echando abajo, por pura ósmosis, lo que eran las cualidades estéticas y morales de resistencia de las clases medias, avanzando ahí un cambio de valores que es el verdadero denominador común. En todo caso, la música como vanguardia tecnológica y comercial abre nuevas fragmentaciones entre generaciones. Y, lo que seguramente es peor, la atomización de los estilos musicales en una misma generación –hoy hay docenas, del nuevo brit-pop al trash-metal o el trip-hop- viene a atomizar también la socialización o el asentamiento de una educación sentimental mínimamente compartida. El efecto galvanizador que tenía la música se pierde. Nuestro tiempo no tiene una música, tiene mil. Y lo dicho de la música vale para cualquier otro gesto cultural: hay una juventud más fragmentada en nichos estancos, cada uno con su univocidad. ¿Qué le tiene que decir un camisarrosa a un gafapasta?

 

Estos compartimentación cultural tiene efectos singulares: cualquiera puede ser alguien, cualquiera puede ver colmado su afán de reconocimiento y pertenencia, el tipo que juega a los juegos de rol, el que se machaca en un gimnasio, el cinéfilo exquisito, el Papa boy de la parroquia, el rey o el gregario de la noche, el rapero contra el mundo, el joven luchador no por ecologista menos intolerante. En fin, alguien ha dicho que vamos a una sociedad donde cada uno puede sentirse totalmente aristócrata, aunque sólo destaque por sus comentarios ingeniosos en una lista de correo o porque es su propio campeón olímpico al correr cada mañana. Cada uno tiene su pequeño dominio. Con frecuencia, como se ha apuntado, esto redunda en falta de apertura y dificultades de comunicación. El gafapasta y el camisarrosa no coinciden: de coincidir, se odiarían, pero simplemente se evitan. Nos vamos agrupando, no sólo en el estilo de vida que denota cada código postal.

Por debajo de todo, sin embargo, constatamos una cosa: los raros, los más raros, los nerds, los gafotas, no sólo han sido los impulsores de la edad de la información sino que también están protagonizando cada trend juvenil alternativo, con su visión irónica del pasado, cierto afán contracultural muy asumido y a la vez con la presencia de lo tecnológico, con androginia (los gays no son ya lo último), poses de hipersensibilidad, etc. Lo raro ha entrado en la moda, arrasando: lo indie, el boho-chic, las metamorfosis infinitas de lo pop. Miuccia Prada entraría en éxtasis al ir a alguno de esos bares de alta nocturnidad donde se revisitan los cincuenta y los setenta estéticamente, con algo de parodia. Esto sólo sería curioso si fuese un fenómeno reducido –pero es una elite que va permeando a la masa. Y es indiciario de un momento en el que lo contracultural ha pasado a fusionarse en el amplio cauce de la cultura aceptada. Con frecuencia, todo se reduce a un esteticismo del todo ajeno a la rebeldía: como antes apuntaba, la juventud es más mansa. Véase ahí al chico de los veinte piercings, que luego está en cuarto de navales. La transgresión es una filigrana dichosa, no poco autocomplaciente. Simplemente, no la hay, porque no es lo mismo transgredir que jugar a transgredir.

La iniciación al sexo en la adolescencia también comienza antes. Pero no empieza tanto con un ansioso encame como con un bombardeo previo a través de internet, la televisión, las aulas, los medios, los blogs más o menos confesionales, un ambiente hipersexualizado en general (adviértase que la palabra ‘intimidad’ ya no suena a comunicación sino a lencería). Se llega al sexo tras una sobreexposición al sexo, más como confusión que como información. De los mínimos de educación o higiene sexual hemos pasado a extremos que simplifican o desdeñan la urdimbre de la afectividad humana: consejerías de educación que animan a los niños a explorarse, alentamiento en institutos de la práctica homosexual a una edad en que los afectos en absoluto están consolidados y son por tanto muy maleables, etc. Es un intervencionismo cuyos propósitos nunca están muy claros -¿control de la conducta o cambio de costumbres?- aunque sí está claro que en buena parte invade las competencias de los padres si es que no se hace a sus espaldas. Más allá de los mínimos higiénicos, tanto énfasis es singular cuando, casi siempre, la instintividad natural lleva a la lección de la experiencia: suele costar más aprender las matemáticas. Pese a las pretensiones de bondad, puede haber en todo esto más deformación que formación al partir de la base de que la sexualidad es una función tan simple como la respiración y no entra dentro del gran espectro de lo afectivo. Así pueden generarse daños emocionales que no se reparan dando más de lo mismo. Si en toda materia donde la irresponsabilidad es fácil hay que redoblar la responsabilidad, con frecuencia la educación sexual es una responsabilidad mal emplazada. Y es curioso porque precisamente la sobreexposición al sexo requiere, casi seguro, de más educación.

Con todo, y contra lo que se pudiera pensar, cuanto más se hipersexualiza la sociedad, los receptores de tal hipersexualización son menos los adolescentes que unos adultos que de pronto se hacen preguntas no menos sorprendentes que sus aventuras. La hipersexualización les urge como si se estuvieran perdiendo algo: de pronto, uno es un carca si no ha intervenido en una ‘party’ de intercambio de parejas, o le acometen fantasmas por no llevar una vida conyugal más propia del ritmo caballar que del humano. Es característico de estos días llevar las cuentas de todo.

La hipersexualización es un fenómeno complejo que por una parte entroniza el sexo y por otra parte lo va descafeinando, quitándole con frecuencia su hasta ahora sólita comprensión en conjugación con el amor y, por lo tanto, con el magnífico dramatismo de la vida. En términos más llanos, hay quien piensa que se le ha dado tanta importancia que va a perder importancia, como esos animales que mueren justamente de mucho comer. En los adolescentes, hay una vivencia de otra naturalidad, más estrictamente biológica: en América, por ejemplo, no es que esto genere grave hastío pero se aprecia que el comportamiento no se aparta mucho de las pautas hasta ahora habituales. Al intelectualizar la biología, se reacciona con desdén. Lo más singular es que, al perder nitidez en la significación, la solidez de la expresión sexual se resiente: si a esto añadimos la difusión ya generalizada de las teorías de género, los rasgos culturales o naturales que entendíamos como propios de lo masculino y lo femenino de alguna manera se resienten, y ahí los efectos son poco predecibles pero quizá nos lleven a extremos poco prácticos.  

Sigamos con el tránsito a la edad adulta. El inicio de lo que dábamos por edad adulta, sobre todo en los hombres, se retrasa hasta varios años más allá del fin de la Universidad. El fenómeno ha sido llamado “los años de la odisea”. Es, sensu stricto, una perpetuación de la adolescencia: se sale y se va de flor en flor de los trece hasta los treinta y tantos. Son unos años de flotación indecisa entre másters, doctorados, primeros trabajos de remuneración escasa que –por lo menos- dan para salir. El entorno es muy competitivo y un chico se ve sobrepasado, aparentemente, por los esfuerzos que tiene que realizar para ganar lo que le parece poco dinero, sobre todo en un mundo con colecciones de gafas de sol cada vez más apetecibles. Es el paradigma de quien se está hasta edades casi imposibles en la casa de los padres. La edad del matrimonio se demora por parte de los hombres, en parte porque hay bien a la mano posibilidades de hedonismo: uno no está para responsabilidades cuando puede tomar copas cada vez que quiere, jugar a la Play con amigotes y probar suerte los fines de semana. Esto no es que sea una invitación al sacrificio. En coincidencia con, digamos, el cambio en las costumbres, las oportunidades en el mercado del sexo se proyectan como restricciones en el del matrimonio, aunque sea porque el hombre no ve aliciente en limitarse.  Un articulista ha hablado de que estamos pasando de la edad del casarse a la edad del enrollarse, lo cual –añade- es una pena porque el matrimonio era una de nuestras instituciones más benéficas.

Los chicos, y también las chicas, de esta generación, son los primeros que pueden haber venido de familias rotas: curiosamente, la vigencia de los valores tradicionales se mantiene en ellos pero hay una desconfianza total hacia su consecución real, y con frecuencia no poca rabia de fondo hacia una injusticia vivida. El drama es auténtico, no sólo porque lo canta Eminem. En todo caso, todo compromiso se pospone. Para analizar esto, se ha hablado de una nueva edad de narcisismo, donde estamos menos dispuestos a tolerar los defectos de los otros. Pero, quizá con más acierto, se ha hablado también de hasta qué punto la idealización del matrimonio –más idealizado que el tener hijos- es una barrera de dureza para formalizar los vínculos, sobre todo entre las clases menos educadas o menos prósperas: un riesgo demasiado incierto y oneroso, con dudosa ganancia. Por supuesto, las aspiraciones esenciales cambian poco: un cierto arraigo, la seguridad de un rumbo fijo, de alguien o de algo a lo que volver. Esas aspiraciones son aspiraciones a unos valores.  

Hay otras dificultades, de corte laboral. Laboralmente, es duro haber tenido una muy buena crianza y educación, trabajar en un buen barrio y encontrarse con que uno no puede pagarse la vida que de alguna manera creía merecer o a la que se creía destinado. Es –según explican los sociólogos- la diferencia status/sueldo, hoy general: uno ha tenido una comida de trabajo en algún sitio estupendo pero por la noche le espera un jamón cocido de sustancia incierta. Con frecuencia, la respuesta a esta dificultad es la laxitud y no la autoexigencia, el repliegue más que el riesgo. Tampoco estas durezas objetivas vienen a forzar precisamente al matrimonio. En cuanto a la vivienda, ya se sabe que el urbanismo del XX ha sido una política antifamiliar de corte herodiano.

Todo es más fluido, menos estable, más volátil. Del café entre dos se pasa al ‘messenger’. Del matrimonio a la cohabitación, como pronto pasaremos al bebé a la carta. Ahí están, al lado, las posibilidades de un futuro posthumano que cuenta con sus entusiastas y que puede redefinir el vínculo irrompible de la maternidad y la paternidad. Ahí habrá que hacer un tremendo esfuerzo en el campo de la ética pues van a cambiar muchos paradigmas que habrá que reencauzar a nuestro entendimiento de la naturaleza humana: ya se habla de implantar un Google en nuestro cerebro. Al cuerno la dulce paciencia del leer.

En el mundo hipercomunicado, piénsese si en las relaciones entre sexos, herramientas como el móvil –mensajes y llamadas- o el email, hoy generales, no aportan más desconfianza y más artificio, al menos en los principios de una relación, o una poco saludable dependencia.

Más tecnoromance: millones de usuarios se apuntan, incluso pagando, a los sistemas de ligue ‘online’: por cada mujer que los utiliza con propósito de seriedad, hay varios hombres que mienten con propósito de adulterio. Pero también hay teóricos que apuntan que ahí hay una vuelta al cortejo tradicional, consistente en hablar y hablar y conocerse e ir con gradualismo, aquí, en el intercambio ciego de emails, como un ‘revival’ platónico o como la constancia del corazón aun entre fibras de vidrio. De hecho, los estudios demuestran que las relaciones ‘online’ tienen la misma tasa de éxito que las convencionales. El éxito es tan grande que hay agencias de emparejamiento para judíos, para cristianos o –como vanitydate- sólo para gente muy guapa y muy rica. Y este acaecimiento tan incipiente seguramente se consagre desde ya mismo, en las generaciones para las que internet es también mundo real, como una herramienta de socialización totalmente válida.

Por supuesto, en las relaciones el interés principal es siempre saber lo que quieren las mujeres –lo novedoso es que cada vez más hombres han desistido de saberlo.

Fuera de las relaciones entre sexos, lo cierto es que cada uno tiene una identidad real y una cibernética: el que escribe en su blog, el que cuelga o etiqueta fotos, el que participa en foros. Es curioso que esta cibertarjeta de visita sea por lo general mucho más impúdica y con algo de posado. Aún habrá que estudiar en profundidad el email como transformación del género epistolar, ya con algunos protocolos aceptados (informalidad, brevedad). Quede para otra vez. Pero sí podemos anotar que –contra lo que se pensaba- algo del concepto de amistad varía.

Generalmente, en la edad adulta, las amistades nuevas, las amistades que no tienen esa cualidad sagrada de ser ‘de toda la vida’, son redes de interés y cordialidad mutua. Es el mutuo rascado de la espalda: uno conoce a alguien y está legitimado para pedirle un favor. Ahora vemos a gente con ‘networks’ no de cien o ciento cincuenta amigos sino de trescientos o más. Nos llegan invitaciones de desconocidos a entrar en facebook o en tagged o en tuenti. Crecientemente, la gente se da a conocer así del modo más íntimo, como un scrapbook vital-sentimental o intelectual, sin temor a… reificarse, a dar una imagen más sencilla de la complejidad que es cada uno, como una entrega al exhibicionismo, que es otra de las notas de la época. Para enganchar con alguien no hacen falta horas de trato sino saber si tiene la etiqueta de que le gustan los perros o de que lee a Jung. Lo cierto es que, si a la red se le ha achacado que favoreciera el vandalismo, vemos que el emotivismo hoy por hoy también arrasa; también, una cierta autocomplacencia, como un mínimo narcisismo ajeno al sentido del ridículo. Respuestas primarias, quizá, en cualquiera de los extremos. En todo caso, las redes sociales son algo así como la amistad automática. Por supuesto, la red es tan grande que si por un lado es patio de vecinos por otro es enciclopedia y magna biblioteca.

Seguimos en la edad adulta, todavía. Un tipo llega a los treinta años y no tiene ni mujer, ni hipoteca, ni facturas de parvulario. El hombre ha seguido viviendo en la opción de una inmadurez llevadera y cómoda. En los comienzos de la revista Playboy, el lector ideal era el tipo que disfrutaba hablando con una mujer sobre Picasso, Nietzsche, jazz o el sexo. Digamos que era un paganismo culto y cosmopolita y sin culpa, aunque desde luego también una majadería y una mixtificación. Hoy eso es motivo de irrisión. La revista Maxim, por ejemplo ha triunfado dando al lector lo que quería, que no era en verdad ninguno de esos intelectualismos sino fotos con posados sugerentes y consultorios del tipo: ‘cómo manejar a una borracha’ o ‘cómo ligar en un sepelio’, junto a digresiones sobre si llevar botas tejanas le hace parecer a uno más macho o más idiota.

Al tiempo, también cambian las formas de masculinidad hacia una cierta estilización: el hombre coqueto, que usa cremas, que lee Esquire, que lleva vaqueros de diseño, que es un pequeño tiburón en la oficina, que cree en los valores de la ambición, que quizá tiene otra sensibilidad pero vive no menos replegado sobre su masculinidad: no es menos egoísta, ciertamente, que el hombre primario.

Al margen de esto, otro problema para la consecución de compromisos estables radica en que la libertad de ellas y su nueva facilidad para el triunfo les asusta a ellos –o les humilla, hombres demediados-, mientras que ellos les parecen a ellas cualquier cosa menos padres y maridos prometedores. Por naturaleza o cultura, el sexismo parece inevitable, y ahí cualquier argumentación ‘progressive’ es ilusión ante la pertinacia de la realidad.

Veamos lo que pasa con las chicas. Hoy son ellas las que tienen, en mayor grado, la ambición. Miren un grupo mezclado de chicas y de chicos y no hay duda de quién tiene el ‘drive’. Sacan mejores notas. Son más responsables. Con frecuencia, cobran más, ascienden antes. Son la mano de obra antonomásica de la edad de la información. Son más educadas, más articuladas, más conscientes y dueñas de sí mismas. Dominan, además, todos los dominios de la estética, también de las tendencias. Al tiempo, pueden tener una gran vida social. Es decir, pueden no tener casi límite en sus aspiraciones de status, salario y realización laboral, grandes motivos para una autosatisfacción donde el esfuerzo compensa la posible ‘hybris’. Es el ‘new girl order’, ya consolidado en las generaciones más jóvenes. Todo apuntaría a una situación de privilegio, aun muy exigente.

La cruz de esto está en que cada vez les resulta más difícil encontrar una pareja a su altura. No pocos hombres reaccionan con una autoestima dañada que les será fácil recomponer con unas cervezas o viendo el último Gran Premio: al fin y al cabo, lo que un hombre sabe desde siempre es que no es él el que elige. En Estados Unidos se da el caso de que las chicas más guapas ni siquiera son abordadas porque –de algún modo- no hay hombría para esto: puede suceder que ellas lleguen a suplicar, heridas de indiferencia masculina, en un movimiento sorprendente que –más sorprendentemente aún- las teorías de género toman como un dominio de la perpetua falocracia, cuando es una reversión de los papeles. En comportamiento, el hombre cada vez se exige menos, con un cierto componente de reacción: adiós al viejo gentleman, fantasmón de otros tiempos igual de imperfectos pero algo más corteses que lo que se ha dado en llamar “el retorno de los cerdos”. En buena parte, el sexo les importa menos a ellos precisamente porque les es más fácil. Hoy es un tema que les afecta más a ellas, al margen de las sesiones de ‘tuppersex’: intelectual, vital y sentimentalmente son más distantes; sexualmente más disponibles, lo cual lleva a una menor consideración por parte del hombre medio. Cada vez son más los que piensan, también en la izquierda, que la pedagogía sexual ofrecida a las mujeres, borrando los rastros de afecto y confianza, parece haber sido concebida por una lesbiana enragée o por algún aprovechado. Todo esto tiene repercusión emocional, mayor aún, en realidad, que reciclar cartones o comer verduras. Por más que suene reaccionario decirlo, la liberación femenina ha traído grandes oportunidades para la mujer –y ha sido para el hombre una invitación a la irresponsabilidad que no están pagando ellos.

Por supuesto, tampoco ellas son perfectas. Hoy la menopausia se ha desvanecido en buena parte y el gran vacío está más allá de los treinta. El drama es el siguiente: las mujeres tienen hoy más estilos de vida para elegir pero no tienen fácil planear los tiempos o secuencias de su vida como quieren: maternidad, trabajo. Hasta pasados los treinta, para tantas chicas, puede haber éxito tras éxito o halago tras halago. Una cohorte de admiradores en su oficina de alguna multinacional, situada en el extrarradio. Copas gratis. Diversión y vanidad por las nubes. Mujer ultracompetititva y ultraejecutiva y ultraconseguidora, con un H&M que parece un Prada. Es un espectáculo de energía admirable. Las revistas indican ‘cómo ponerle celoso’ o los mejores destinos para ir sólo con amigas. Viajes, bolsos. Como siempre, las mujeres dominan el escenario de la noche. Pero he ahí que un día los moscones de la cuarta planta cambian el objeto de su ronda porque ha llegado una secretaria que tiene veinte años y aparenta varios menos. Aunque iletrada, es un ángel, y de pronto hay ahí un gesto de furia hacia ese idiota de Recursos Humanos que en el fondo no era ni mal chico ni mal partido y que durante un tiempo brujuleó por su mesa. A estas alturas, una ya puede estar más allá de los treinta y preocupada por los tipos raros y los pecios discotequeros que se encuentra y con quienes en absoluto querría casarse o tener hijos aunque desde luego le apetece, casi necesita, casarse o tener hijos, y le dedica al asunto pensamientos, cuando no angustias. Ella ya tiene la casa, el coche, la educación, el trabajo, el viaje de ski, las amigas. Le falta lo otro. No lo tiene: es ilusorio pensar que las mujeres quieren casarse y tener familia menos que antes. El sueño no ya de la gran familia sino de la familia se desvanece, en tanto que el hombre tiene campo abierto para la dejadez. Ella, comprensiblemente, dejó pasar tipos normales, pero lo malo es que llega el momento en que ya no hay príncipes azules. Puede ser que ella guarde un rencor eterno contra los hombres y –desde luego- sería un desperdicio asistir a una gran generación de solteras. Por suerte, casos así casi siempre se resuelven, pero estas tendencias son algo que se va generalizando un poco penosamente. De momento, cada vez hay más mujeres que se fecundan solas en un laboratorio, si bien no es previsible que a la persona le convengan cada vez menos los vínculos. A propósito de todo esto, he aquí un testimonio muy tremendo: http://www.theatlantic.com/doc/200803/single-marry

Como reacción, antes de los veinticinco, e incluso antes de los veinte, a un mundo no poco crudo en cuanto a relaciones, la mujer está crecientemente optando por un cinismo y una dureza de ‘lone ranger’. Es algo que está en las canciones, por ejemplo. Es una afirmación de que saben lo que quieren. Así que no es difícil encontrarse con actitudes que antes no se aceptaban (decir muchos tacos, por ejemplo), en combinación con los modos de la vulgaridad predominante. El desarrollo de esa capa de cinismo vale para solventar buena parte de los años de prueba y error en relaciones pero también en buena parte va contra las necesidades más interiores de pertenencia y aceptación.

En cuanto a la menopausia, en las mujeres, no es lo que era. No son cuerpos que estén diciendo ‘cúbreme’ pero su salud física puede ser envidiable. También su aspecto: es edad de serenidades, de elegancias. Brillan mucho. La prosperidad material se nota de dentro hacia fuera. Ella puede vestirse bien, elegir ropas bonitas. Hay mucho, mucho más tiempo para cuidarse –y eso se nota. Peluqueros, tintes, implantes dentales, tijeretazos quirúrgicos, artes del maquillaje. En algún lugar, Ceronetti comenta que la mujer –sobre todo la mujer madura- es la gran beneficiaria de los adelantos médicos, con énfasis especial, claro, en lo ginecológico. Ceronetti tiene razón: ¿cómo era una mujer de treinta y de cincuenta hace un siglo? Los hombres más o menos iguales, pero las mujeres más sanas, más robustas –más guapas también. La medicina ha mejorado enormemente el manejo de su compleja fisiología.

A esta edad, las posibilidades de ocio cada vez se abren más. Y, también crecientemente, disponen de comunidades de vida habitual o vacacional cortadas a su medida, y donde se relacionan entre iguales, del campo al bar del club de golf. Tienen nietos y eso magnifica la alegría y la expectativa del vivir; también, el motivo para la responsabilidad: su importancia no sólo simbólica sino operativa en la familia es indudable, ya desde el último escalón de la pirámide. Toda esta feliz perspectiva es el premio, por así decir, a una carrera. Han dejado de ser mujeres invisibles: a cualquiera de su edad le gustan su porte, sus modales. En las cenas, los señores las miran todavía. Esos mismos señores que han descubierto un olvidado vigor en la viagra.

De la misma manera, cumplir cuarenta no es lo que fue. Los cuarenta de antes son hoy los cincuenta. Y los cincuenta no son una barrera depresiva y problemática. Nunca han tenido mala fama, los cincuenta, inicio de una edad –por así decir- senatorial. Cuarenta, como dígito, tiene aún su poder indudable de connotación negativa. En los hombres, sin embargo, los cuarenta marcan en realidad un inicio de plenitud, de consolidación vital, de conformidad también vital. Un inicio de plenitud, no una plenitud. Los cincuenta son la edad de navegar en el velero, del retiro dorado, de vender la empresa, de mejorar el ‘swing’ o de viajar a Vietnam. Véase, sin embargo, la paradoja: un hombre a los cincuenta años todavía tiene que llegar a lo mejor de su experiencia, todavía tiene veinte años como mínimo para trabajar con aprovechamiento e incluso para que ese trabajo sea ejemplar hacia los otros. Pero opta por la jubilación anticipada y tiene el suficiente caudal para vivir. Quizá una casita en la playa, quizá una afición, un hobby.

Contrariamente a los ancianos de antes, este es un hombre que todavía puede ayudar a sus hijos, con consejo o con dinero o con relaciones. Y pasará mucho hasta que él dependa de ellos. De momento, es algo así como un glorioso inútil, un ocioso, cuando podría ser un trabajador plenamente competente. Con el tiempo, y es otra paradoja, la sociedad que idolatra la juventud va a pasar a estar regida por ancianos, trabajando para pagarles las pensiones cuando no para servir empresarialmente las necesidades de su buena vida.

Estas no son microtendencias. Son cosas que están pasando y que estamos viendo. Las edades no son estáticas; varían las bondades y los sufrimientos. Siempre ha ocurrido: hasta el final del XIX no cobró importancia la adolescencia. El fondo de necesidades y aspiraciones, en cambio, no varía.

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