Ojalá nunca cierre Balmoral

Nadie hay tan infeliz o tan severo que no pueda premiarse de cuando en cuando con una prudente copa al caer la tarde o al salir de trabajar, a modo de paréntesis risueño que reúne los usos sociales con los muchos matices de la alegría de vivir. Mientras los movimientos de la tribu señalan botellones en jardines y borracheras nocturnas y ostentosas en los sitios de moda, existe algún lugar ajeno al tiempo donde una copa sigue siendo algo serio y perfecto todavía: desde 1955, en Madrid ese lugar se llama Balmoral.

Balmoral ha visto todo lo transcurrido entre la última Falange, el desarrollismo, la movida y las nuevas oleadas de pijez. Aquí es posible encontrar hombres con inmejorables ternos a medida, marqueses crapulosos, anticuarios, flirts prematuramente tristes, y mujeres que fuman y beben cócteles dulces con su chanel de los setenta.

Luego todos vuelven a sus predios de Velázquez, ampliamente reconfortados por la plácida embriaguez que con gran decoro predomina tras la medianoche en Balmoral. Balmoral es un bar del que se sale a la calle con una mirada mejor y más limpia hacia el mundo, como se sale de una ermita o de un concierto.

Decorado con sobriedad castellana al gusto inglés, Balmoral tal vez pertenezca más al pasado que al futuro, a esa edad civilizada del “bar americano” que aquí se matiza con un madrileñismo por suerte poco casticista. Con Mallorca y el Wellington puestos al día, el dato obvio dice que Balmoral resume todo el mito del Barrio de Salamanca como sueño de alta burguesía en un Madrid de entraña manchega.

Los simbólicos racimos en el techo, la boiserie con trofeos venatorios inquietantes, y el granito escurialense de la entrada son cosas que, naturalmente, ningún interiorista posmoderno recomendaría. En Balmoral todo guarda un aire recogido, como si siempre fuera invierno, o quizá sea que no hay música que distraiga las palabras.

Es difícil no sentirse un habitual aunque uno sólo haya ido una vez, y es casi emocionante volver al cabo de los años y ver que todo sigue igual para mejor. Una rara concepción de la excelencia ha evitado aquí los altibajos, de modo que uno puede pedir un “gimlet” felizmente previsible e ideal, rematado con una peladura de olorosa lima, y abandonarse a la idea de que es algo hacedero sólo si uno busca la perfección.

En Balmoral los camareros visten chaquetas blancas e incluso los más jóvenes aprenden pronto la gracia que es trabajar allí. Tienen como principio el de la mínima intrusión; son discretos y rápidos, y dejan la cuenta en la mesa con gesto de arrepentimiento muy veraz. Así se pone en olvido la carga calórica y la comedia humana que a veces conlleva el beber, y algo tan intrascendente como una copa después del trabajo, al caer la tarde, se vuelve una dosis terapéutica de alegría de vivir, sabiamente medida como el vermú en un martini. Ojalá nunca cierre Balmoral.

 
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