Palabras en el umbral

Coincidiendo con la festividad de Todos los Santos, la editorial Seix Barral ha publicado un “Diccionario de últimas palabras”. El compilador, Werner Fuld, recoge en él por orden alfabético las sentencias que pronunciaron muy diversas personalidades en el cabo de sus vidas: escritores, artistas de todas las disciplinas, políticos, científicos, actores y hasta el creador del subgénero de las vedettes. Un volumen que es centón de despedidas.

La muerte tiene siempre un viso circunspecto y ante su inminencia todas las palabras se tornan graves y solemnes, más si cabe aquéllas que pretenden esquivar, humor mediante, el inexorable designio de ser así calificadas. Marlene Dietrich, poco antes de revolotear hacia otros ámbitos transformada en ángel azul, inquirió con dejo insolente, quizá más propio de una Lola-Lola cabaretera, al sacerdote que la atendía: «¿De qué voy yo a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su boss!». Y Bogart, en testimonio final que hubiera podido atribuir Joseph Roth a su santo bebedor, exhaló de este modo un etílico aliento: «No hubiera debido cambiar el scotch por los martinis».

Las últimas palabras pueden expresar arrepentimiento, piedad, incertidumbre, temor, rebeldía incluso. Un instante después todas pasan. Pero algunas quedan. Con el último pensamiento y las últimas fuerzas, y los últimos aires allegados para emitir la voz en un esfuerzo último, se graban como con un filo en la hoja aún entornada de la última puerta. Esa puerta de salida cuyo umbral puede traspasarse una sola vez queda marcada con las incisiones de un mensaje testamentario y urgente, destinado a perpetuarse en la memoria de los vivos. Casi todas las celebridades han dispuesto de un albacea presto a recoger su frase final —a veces deliberadamente insólita por la sabida proyección que va a tener—, y el diccionario del que hablamos lo demuestra.

Muchos epitafios son conocidos por el común. No lo eran tanto, hasta ahora, las palabras pronunciadas por famosos personajes al llegar a los amenes. De entre todas ellas, siempre me parecieron especialmente hermosas las de Goethe, que en su lecho de muerte, ya octogenario y con una existencia cumplida, pedía que le abrieran los postigos al amanecer de Weimar y exclamaba: «Que entre la luz. ¡Luz, más luz!». Puede que quisiera llevarse una última visión del mundo bañada en colores, o acaso deseara un anticipo de aquella otra luz más pura, como la denominó Miguel D’Ors, a la que pronto se dirigiría.

 
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