Parcialidades e imparcialidades

De las características éticas que definen la actividad judicial suele distinguirse el aspecto objetivo de la independencia del subjetivo de la imparcialidad. Claro está que no hay forma de determinar en un tercero este aspecto subjetivo, o la propia inclinación a substituirlo por la parcialidad, si no es mediante elementos objetivos que permitan deducir si el juez se mantiene en la independencia e imparcialidad que crearía la necesaria objetividad para cumplir su función, o para mantener la ilusión de que la lucha política no usa de los jueces como un elemento más, y no precisamente el menos poderoso.

Nuestros jueces de instrucción justifican su presencia en la garantía que suponen respecto a una instrucción llevada directamente por una fiscalía que genera dudas en su imparcialidad, mayores, por cierto, a las que están generando los mismos jueces. La posición del juez y un sistema de reparto objetivo (donde quedo el sistema no manipulable ni manipulado daría para un tratado) deben garantizar al justiciable español una situación “mejor” a la del instruido por un fiscal y protegido por un juez que dirime un juicio contradictorio desde el principio.

Para que se mantenga la confianza frente a nuestro modelo, atacado, por cierto, por la izquierda, los jueces de instrucción deberían atender especialmente a no dejar traslucir ningún tipo de animadversión por quienes se encuentran totalmente en sus manos. Por ello, ciertas formas de redactar son especialmente inadecuadas, inmorales desde la perspectiva de la ética de los tribunales, no tanto en cuanto se mofen del justiciable, lo que sería desde luego objeto de crítica, sino en cuanto rompan la necesaria apariencia de imparcialidad e incluso generen la impresión de que al juez se le va la mano.

Puede que, desde luego, los defectos de ética judicial que pueden traslucir una redacción como la que hemos visto en el juez José Castro en el caso Matas sean relativamente menores respecto a otras actuaciones que han sido objeto de discusión en los últimos años. Pienses en las comilonas y cacerías con los responsables políticos y policiales que alientan determinada instrucción, los sospechosos asaltos sobre los repartos de casos que han llevado a discusiones poco ejemplificadoras, el atrincheramiento en funciones que generan un enorme poder inmediato frente al posible ascenso a funciones más cómodas o de mayor valor jurídico, la connivencia con la policía más allá de la prudente distancia entre el juez y ese tipo de abnegados funcionarios. Por no decir la interpretación extensiva de las limitaciones de derechos fundamentales que realizan algunos jueces y que afortunadamente son luego señaladas por tribunales superiores, la constante filtración de sumarios completos desde los juzgados, siempre los mismos, siempre impunes, y el largo rastro de abusos que describen las imperfecciones de nuestro sistema.

Concedemos entonces que lo de Castro es quizás una anécdota con efectos menores sobre la Instrucción y que quizás su apariencia de parcialidad se produzca por un peculiar sentido de la ironía, que en otro tipo de escritos yo sería el primero en apreciar pero que aquí muestra una despreocupación que no es sólo personal sino institucional.

 
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