París – Ramala – Lavapiés

Entre las coreografías a la moda palestina, alzado sobre los cascotes de la Muqata, en los turbios mediodías del Oriente, aparecía Yassir Arafat como el guerrillero imposible que mostraba en una mano la rama de olivo y en otra mano la pistola. Arafat trabajó mucho su figurinismo militar y algunos jóvenes desorientados de por aquí se compraron una kefia a causa de un bienestar que siempre aburre.

A Arafat lo vimos ascender al cielo en helicóptero, con tiempo aún para repartir bendiciones, y lo vimos también en su ataúd, acosado por una marea de hooligans con metralleta, envuelto el catafalco en la bandera panarábica, camino ya de un entierro histérico y tumultuoso como el de Lola Flores. Los elogios fúnebres a Arafat han dado pie a todo tipo de hipérboles, pero al menos nadie le ha llamado ‘hombre de paz’.

Tenía Arafat la media sonrisa de mercader que vende por engaño, y una mujer secreta, plañidera de honor en este drama. Suha es viuda de un marido al que vio un par de veces allá en los noventa. El corazón del caudillo, sin embargo, aún guardaba ternura para cantarle el ‘Frère Jacques’ cada tarde a su hijita, en conferencia telefónica París-Ramala.

Gorda de tanto caviar, Suha Arafat buscará ahora consuelo y compañía en las dependientas de la avenida Montaigne, en los tés de la alta sociedad conspiradora o en los abrazos venales de algún beur, a fin de estrechar vínculos. En esta novela de malos, Suha era la peor, pero tampoco escapará de que alguien cuente un día sus zapatos. ¿Para qué iba a querer Arafat un Estado, si todo Estado tiene Hacienda?

París, Beirut del norte, fue siempre generosa con libaneses, sirios, armenios y palestinos, con cristianos perseguidos y mahometanos en fuga. Hay entre ellos catedráticos y cirujanos, como los hay en Londres o en Québec, y también hay traficantes de armas que se compran abrigos de astracán para el frío insoportable de Damasco. Ni el Islam fundamentalista ni este Islam relajado y corrupto nos ofrecen garantías.

En cualquier caso, los honores militares al rais sólo han de sorprender a quien subestime la frivolidad de los franceses y su melancolía postcolonial. En España no hubo oportunidad de luto porque del eje París-Madrid, Arafat eligió París. Suha, su gran amor, pudo más que Moratinos, su gran amigo.

Mimados por la mala conciencia europea, los palestinos fueron siempre nuestros oprimidos favoritos. Quizá por eso su delegado en Madrid tiene la vecindad de Figo y de Zidane, y en su chalé de Conde de Orgaz puede invitar de cuando en cuando a alcuzcuz con JB.

Pocos y olvidados, por su parte, los saharauis se hacinan en las angosturas de Lavapiés, calle del Ave María, un barrio galdosiano que hoy también es sino-magrebí. El suyo es un piso modesto donde un mozo para todo abre la puerta, contesta al teléfono y sirve el té, sin ese chic palestino de la cucharilla de plata robada a la limosna internacional. Naturalmente, los saharauis no tienen ni ganas de atacar a nadie, ni dinero; y por si esto fuera poco, el otro amigo de Moratinos se llama Mohammed.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato