Pedanías

Son una insubordinación a la lógica desquiciada de la vida presente, que se expresa de forma genuina a través del aparcamiento en doble fila, las zonas acústicamente saturadas —como se llama ahora a las ruidosas de pelotas— y la hipoteca vitalicia a cambio de un cuchitril mal insonorizado. Por eso admiro a quienes habitan en las pedanías. Ahí persiste, ahí resiste ese puñado de vecinos que no toma el portante para instalarse en la capital de la provincia, ni en la de la comarca, ni siquiera en la cabeza del municipio. Porque no le da la gana, y hace muy bien.

Ese apego tenaz al terruño, que dota de parabienes retóricos pero de escasos incentivos reales a los pocos que aún se conforman con su pequeño rincón del ancho mundo, debe de ser capricho caro, según parece, cuando para caprichos caros no estamos. De ahí que el Gobierno haya decidido la supresión de las 3725 entidades locales menores que existen en España. Es lo que se lee en el Anteproyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, que puede consultarse en la web de La Moncloa.

Racionalización y sostenibilidad tienen en común el ser palabras hexasílabas, o sea, largas, ampulosas, las preferidas de los políticos porque ser oscuro es siempre una forma de prudencia. También comparten semántica relativa a la eficacia ambigua y aséptica del gestor que en principio sabe lo que se hace para evitar la quiebra. De modo que apelando a estos dos términos irresistibles, por su contundencia silábica y por su vaga eufonía empresarial, nos quieren eliminar las juntas vecinales. Onerosas como son hasta un extremo insoportable, con su alcalde pedáneo y sus dos o cuatro vocales que normalmente no cobran, la medida se entiende y se comparte. Qué mejor austeridad que la que sale casi gratis.

Si quiere racionalizar bien de verdad y hacer sostenible en grado máximo la administración local, el Gobierno debe abandonar las miras cortas. Que sustituya el Anteproyecto actual por otro para la supresión de municipios que cuenten con menos de un millón de habitantes. Se crearían economías de escala formidables en torno a Madrid y Barcelona, con la optimización consiguiente al prestar servicios y al mantener infraestructuras. Oscense que necesite ser hospitalizado, al Vall d’Hebron. Gaditano que estudie la ESO, al Ramiro de Maeztu. Y cuando en un futuro se consiga hacer llegar los tentáculos de los metros de ambos municipios hasta los últimos resquicios de esa España bipolar, incluso la conservación de las carreteras, innecesarias ya, podríamos llegar a ahorrarnos.

 
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