Persianas bajadas

Según el Censo de Población y Viviendas 2011, que elabora el INE, en España hay casi tres millones y medio de casas deshabitadas. No voy a hablar aquí de las cuestiones fundamentales que gravitan en torno a esta cifra, como tampoco de la fiabilidad del procedimiento con el que se ha obtenido. Es decir, no haré ningún comentario sobre la hipertrofia de la construcción que se revela desde el censo anterior, fechado en 2001, ni sobre las consecuencias macroeconómicas de los desajustes entre oferta y demanda, ni mucho menos sobre desahucios, escraches, daciones en pago, expropiaciones forzosas y demás asuntos palpitantes con los que todo el mundo se acalora. Quiero referirme nada más al hecho fútil —porque es independiente de compraventas y de alegatos morales—, a la realidad no estadística sino acaso ontológica de que una vivienda como tal vivienda se halle sin moradores o, lo que es lo mismo, que un lugar habilitado para el transcurso de la vida quede sin vida alguna que albergar. Persianas bajadas, ojos cerrados, espacio durmiente.

Decía al principio que hay en nuestro país casi tres millones y medio de casas deshabitadas. Deshabitadas y no vacías, que es el adjetivo empleado por lo común. Una vivienda nunca está vacía, incluso cuando lo está. Las que lo parecen en mayor medida son aquellas de reciente construcción que todavía no han llegado a venderse. Tan escasas suelen andar de equipamiento que el polvo apenas encuentra otro lugar que el suelo para asentarse. Sin embargo, no están vacías, sino más bien saturadas del olor fresco de los materiales, inundadas de luz —aun tratándose de un interior no muy luminoso—, de la luz que desprende siempre lo que está por estrenar. Están plenas, en fin, de expectativas cuando el agente inmobiliario levanta las persianas para mostrar el piso a la pareja joven que, atendiendo a un instinto casi suicida, igual hasta se anima con la hipoteca.

Mucho menos vacías están esas otras viviendas también en principio vacías que alguna vez dieron cobijo a alguien pero perdieron la continuidad de habitación. Al contrario que en las anteriores, lo que preña su silencio no es la expectativa de futuro, sino el recuerdo de un pasado que se adensa y se vuelve respirable en maderas y tapicerías. Alguien retiró las fotos de familia, los libros de los anaqueles, las ropas de los armarios; alguien repintó las paredes y los techos y distribuyó ambientadores por todas las estancias. Intentos siempre vanos de borrar presencias anteriores. Por muy bien que se haya vaciado y hasta desinfectado, toda posible mudanza a este tipo de vivienda invita a la elucubración sobre la clase de vida que harían allí mismo quienes nos precedieron al abrir cada día estas mismas persianas hoy viejas, achacosas de tableteo.

 
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