Pide la guerra y la palabra

El presidente iraní es todavía una “starlette” del escenario político mundial, y sólo se convertirá en superestrella cuando encabece los títulos de crédito de la Historia para conducirla a una apoteosis nuclear estilo Kubrick. Teléfono rojo, volamos hacia Teherán. Como no dispone de línea directa con la Casa Blanca, el aspirante a principal antagonista, a villano de la película, a Dr. Strangelove de un mundo otra vez bipolar con distintas coordenadas, escribe cartas a Bush que Bush no contesta y le propone debates en televisión para explicarse mutuamente, y de paso a los espectadores planetarios, cómo hay que fundamentar un orden global «basado en la dignidad y la justicia».   El planteamiento de Ahmadineyad, expresado con esas mismas palabras, ofrece una oportunidad magnífica para poder redargüirle. Quizá la propuesta sea una cortina de humo con que ocultar sus maniobras nucleares en la oscuridad, y así lo ha señalado la Administración norteamericana, pero no parece incompatible la firmeza en las medidas de presión para que deje de enriquecer uranio con una charla esclarecedora ante las cámaras. Cuestión distinta es que al concederle su deseo se le esté otorgando como interlocutor una legitimidad mayor de la que le corresponde. Al fin y al cabo, si consideramos que la musulmana es una de las civilizaciones al uso, el dirigente persa se encuentra en doble minoría: por chiíta y por bocazas.   ¿Dónde habría de celebrarse el debate, caso de que accediera el mandatario interpelado? En España, por supuesto. Un país equidistante en lo geográfico y sobre todo en lo conceptual, presidido por un político de acrisolada ecuanimidad que, para no provocar suspicacias —y sólo por eso—, lo mismo ha sido capaz de no levantarse al paso de la bandera norteamericana que de echarse al cuello la “kufiya” palestina. Un país cuya televisión pública, de la que se ha desterrado definitivamente cualquier tipo de partidismo, ofrecería en sus estudios las condiciones más adecuadas para el desarrollo de una emisión histórica y sin precedentes que, de paso, animaría a lo grande los niveles de audiencia.                     Si Bush aceptara intercambiar pareceres con Ahmadineyad sobre un orden global «basado en la dignidad y la justicia», podría aprovechar para preguntarle en qué concepto de dignidad se basa por ejemplo la lapidación hasta la muerte de mujeres adúlteras, práctica que estaba cayendo en desuso durante el mandato de Jatamí y que ha renacido ahora con fuerza en Irán, o qué modalidad de la justicia condesciende en dotar de misiles a una milicia terrorista para que los lance indiscriminadamente sobre la población civil de un Estado reconocido por la ONU hace casi sesenta años. A partir de ahí, el aspirante a antagonista principal, a villano de la película, a Dr. Strangelove megatónico, podría ir mostrándonos sus más excelsas dotes interpretativas.

 
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