Un adiós a ‘La Playa’ – Ha cerrado el mejor restaurante de Madrid – Hostelería y sociología

Hoy le sospecho mucho Erasmus pero el barrio de Arapiles era lo más madrileño de Madrid. Es algo que se notaba en la cantidad de mercerías, en esas mercerías con el aliciente de tipismo de los manojos de piernas con sus medias*. En la calle Magallanes está la cava de puros con sus dependientes entusiastas, donde uno puede comprar labores de Nicaragua o de Jamaica en agravio a las de Cuba. También venden mecheros lacados y ostentosos –marca Ronson- por si uno quiere ir al casino a dárselas de rico, encendiendo con ellos largos cigarrillos de filtro color perla, conforme a la moda de 1974.

Poco más allá estaba La Playa, con sus paredes verdes, sus lunas glaucas y los camareros también más madrileños de Madrid. El ambiente era de acuario. Por supuesto, los camareros no serían de Madrid sino de cualquier pueblo de Toledo o de Segovia pero sabían mezclar la brusquedad y la nobleza como aquí –según cuentan los viajeros- se hacía en otro tiempo. La Playa era el restaurante menos manierista que uno ha conocido: como recuerda Ortega, un grado de manierismo es necesario en todas las artes pero ahora que decayó la aspiración en las artes hemos confinado el manierismo a la cocina. El resultado es que hay menos hiperclorhidia y quizá más necedad. El antimanierismo de La Playa daba bien con un barrio diseñado en el XIX para un confort sin pretensiones, de octanaje medio.

No creo que La Playa llegara nunca a la hoja de ruta de los vips que van punteando los itinerarios gastronómicos de estima. No iban vips pero –a cambio- iban muchas abuelas a celebrar su cumpleaños, con una generosidad de clase media y monedero negro. Esas señoras solían llevar muy bien plegado el billete de dos mil. A mediodía acudían muchos oficinistas en mangas de camisa, a los que uno imaginaba recién salidos de la gestoría, en esa actitud de hacer el pavo-real ante una secretaria que salva el desprecio por el halago aunque nunca terminará de decidirse ni -colateralmente- de frustrarse, si bien no será del todo infeliz porque la resignación tiene mil caminos. A La Playa también iban esos funcionarios municipales casados con la encargada de una tienda de lámparas que está a dos meses del traspaso.

Iba, por tanto, gente normal, no muy guapa, no muy rica, no muy delgada, con las corbatas un poco baratas, el tinte capilar oscurecido, los dientes amarillos y un mundo de sueños muy distinto del que usted, burgués-bohemio, se empeña en habitar. Que nadie se ría de esos hombres rancios que pasaron su vida sin necesidad de yogures orgánicos ni de visitar la Tate Gallery.

Hoy el estándar de la normalidad ha cambiado y el otro día me sentí alienado de mí mismo al entrar en un bar y ver que era el único varón sin gafas de pasta y pantalones capri. No era un bar pijo, no era un bar alternativo, ni era un bar cool donde ahora los hombres vuelven a llevar pochettes del tamaño de coliflores. Era un bar normal con gente normal pero –decíamos- el estándar de la normalidad ha cambiado. En La Playa, cabe imaginar que iba la gente normal tal como era: gente normal a la antigua. En La Playa, la gente se llamaba Ramón, Carmen o Manuel. Ojo, no se llamaban Quiterio y Melitón sino Ramón, Carmen o Manuel. Lo que quiero decir es –ante todo- que ellas no se llamaban Ginger y que, si no había postmodernidad, tampoco había casticismo. Nota política: la gente era más conservadora de lo que creía y hoy somos todos más progresistas de lo que pensamos. Esa gente con ahorros más grandes que sus sueños, esa gente para la que el paraíso estaba en Torrevieja, desde luego sabía bien dónde comer. Comían en La Playa.

La Playa, como restaurante o como hábitat, era por lo tanto lo mejor de lo popular, de ese conservadurismo español que se ha querido popular y que ha llamado así a un banco, a un partido y a una cadena de radio, como si un último buen sentido nos uniera a todos de modo transversal. Era un conservadurismo cartográfico, un conservadurismo de callejero, precisamente de Magallanes o de Lope de Rueda: yo pensé que eso duraría para siempre pero tampoco los jardines de Babilonia duraron para siempre.

En Madrid, La Playa era ante todo la casa de comidas, ese concepto de honradez desnuda que sirvió en otro tiempo para comer lo que hoy se come en los fast-food más o menos modernizados o ennoblecidos o achinados. Algo ha debido ir mal en la crítica gastronómica para que La Playa tuviera sesenta años de vida, una sola reforma y –prácticamente- ninguna reseña. Ni siquiera el neo-esnobismo de lo tradicional le consiguió más puntos. Por supuesto, las casas de comidas están ahora en el arrumbadero del tabaco negro, las pesetas o -por volver al género textil- los calcetines ejecutivos.

La Playa, sin embargo, era un restaurante y no un conservatorio. Era un restaurante para huérfanos culinarios, para comer eso que se llamaba la cocina española y que consistía en un poco de allí y un poco de allá, todo cercano, todo bueno, todo significativo en las galerías que unen el paladar con la vida y la memoria y que pueden propiciar una anagnórisis ante una merluza a la romana. Los productos tenían la mejor denominación de origen: el mercado de Chamberí. Por supuesto, también había sus Valbuenas, por si alguien quería celebrar el final feliz de unas oposiciones. No faltaban, por tanto, empujes de grandeza. Con todo, tenía la mejor grandeza que un restaurante puede tener: el seguro de elegir a ciegas y acertar. Uno sospecha que La Playa era el mejor restaurante de Madrid porque no podía estar más que en Madrid.

Al berciano que fundó La Playa en los cuarenta todavía se le podía ver en la sala aunque no sé si –como en La Fuencisla- haciendo caja. La caja había que hacerla porque la ortodoxia de la casa de comidas como atavismo exigía que no hubiera ni tarjetas ni café. Ahora que añoro La Playa, también lamento tantas veces en que uno iba a ir de noche y pensó que no habría nadie aunque sin duda alguien habría del otro lado de aquellas lunas glaucas e indecisas, bebiendo ese vino violento de la cooperativa de Cacabelos que era el vino de la casa. Por cierto, ¿qué fue de ese vino de la casa que en principio se reservaba el dueño para comer los días laborables?  

 

Hoy los restaurantes quieren que salgas de ellos más vanidoso y más culto; al salir de La Playa, seguramente salía uno más honesto y con la honestidad extra de no haberse dado cuenta. En todo tenía la vieja sobriedad a la española. Ahora vamos al nuevo La Playa por el consuelo leve de estar en donde estuvo el viejo: el viejo era tan bueno que sabíamos que no iba a durar y ya estábamos a punto de poner crespones negros en las servilletas blancas. Entonces era un comedor, no una nostalgia. En La Playa estaba la última página de la España –‘siempre viva y siempre noble’- de aquel filo-mercero de  Galdós.

*En la calle de Narváez también hay o había de estos establecimientos, aunque en Narváez tenían aún la voluntad de estilo de poner también brazos con guantes y bustos con sombreros y tocados. Todo constituía una especie de fetichismo o de cosismo ramoniano. Hablar de mercerías parece dejar en todo un aire indudablemente garbancero pero lo que los merceros no sabían es que, con sus maniquíes a medio mutilar, estaban definiendo un siglo XX que comenzó con las muñecas de Lorrain y llegó a hacer de lo inanimado un arte de lo equívoco. La profesora Charo Crego viene de estudiarlo en su libro ‘Perversa y utópica: la muñeca, el maniquí y el robot en el arte del siglo XX’. En realidad es algo de más amplio abrazo, proyectándose de los autómatas a la inteligencia artificial y el hombre posthumano. Por lo demás, es sorprendente pararse ante una mercería y terminar pensando en Francis Fukuyama.

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