El Prado

        He visitado dos veces el Museo Nacional del Prado este año. La última, con motivo de la fabulosa iniciativa del gigante editorial Thomson Reuters Aranzadi, en la que un reducido grupo de afortunados pudimos recorrer las salas de la imponente pinacoteca y detenernos en sus principales tesoros con la única compañía de un experto guía y un miembro del equipo de seguridad. Disfrutar la galería en silencio y soledad, sin prisas ni turistas, es una insuperable forma de comprobar su sobrecogedora dimensión artística y no artística. El Prado es, sin duda, el mejor espejo de la grandeza de España, un testimonio vivo de nuestro singular relieve e innegable liderazgo en el mundo.

        Cerca de tres millones de personas corroboran anualmente que las treinta y cinco mil obras albergadas desde hace siglos en el madrileño Edificio Villanueva no solamente constituyen únicas creaciones pictóricas, escultóricas o decorativas, sino que son el reflejo de una formidable nación. A lo largo del tiempo, y a impulsos de la Corona, han venido incorporándose al patrimonio nacional infinidad de joyas del arte universal, en unas ocasiones a través del mecenazgo regio y otras por adquisición en el mercado, a diferencia por cierto de otras célebres colecciones europeas, obtenidas tras repetidos expolios y rapiñas, entre otras raterías.

        “¿Por qué no vendemos algunos cuadros del Prado y con ellos salimos de esta?”, me planteó en plena crisis económica un taxista en Barcelona. Recuerdo que le contesté que la inmensa mayoría no tenían precio o si lo tenían nadie lo podría pagar, y que por eso enajenarlos era peor que malbaratarlos. También le repuse que deshacernos de ellos para salir del atolladero era como empeñar la alianza matrimonial o el collar de una tatarabuela, algo que haríamos como ultimísimo recurso y en situaciones verdaderamente dramáticas, llegado el caso.

        Conocer El Prado debiera ser para todo español tan obligado como sacarse el carné de identidad. El prodigioso laberinto que enlaza siglos de la mejor producción artística internacional es una inmejorable manera de recuperar o reforzar la autoestima nacional, porque todos esos fondos representan el esplendor de España, su colosal magnitud en términos de pasado y de futuro. Pocos pueblos del planeta pueden gozar de este enorme privilegio, del que tendríamos que extraer, quizá, más fruto, porque el Museo Nacional del Prado no es un mero reclamo turístico o educativo, sino el corazón mismo de España. El centro neurálgico de nuestra esencia como nación, la muestra más relevante de lo que hemos sido, somos y seremos, de ahí que su Patronato deba continuar profundizando en esa naturaleza vertebradora alejado de disputas políticas, algo que ha sido un indudable acierto de nuestra democracia.

          Con ocasión del bicentenario que se avecina del Museo tendremos de nuevo la oportunidad de celebrar con orgullo su existencia. Será una excepcional ocasión para festejar la trayectoria excelsa de un país que ha erigido sobre la cultura su fundamento, y que ha sabido aportar a la civilización los mejores capítulos de su historia.



Javier Junceda.


 


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