Previously on ‘Lost’

Cuando se publiquen estas líneas, la ABC estadounidense ya habrá emitido el día 2 de febrero el primer episodio, doble, de la sexta y última temporada de Lost, pero aún deberemos esperar para su estreno en España hasta el día 9, a través de Fox y Cuatro. Por fortuna para los seguidores más impacientes de la serie –casi todos–, la ley Sinde no ha llegado a tiempo de clausurar la imprescindible página a través de la cual, vía streaming, puede abreviarse a voluntad ese insufrible hiato de una semana. Gracias sean dadas a las almas generosas que ripean, subtitulan y suben a la red en tiempo brevísimo los episodios originales para donarlos a aquellos a quienes la avidez impide toda espera.

La serie de los supervivientes está siendo revolucionaria por dos tipos de factores agregados: unos, de raíz clásica, internos a la ficción, a sus mecanismos y a su administración en las dosis justas; otros, externos, por completo novedosos, tienen que ver con los modos de acceso a los contenidos culturales en este siglo que comienza. En fin, no se trata sólo de que el desarrollo de la trama constituya una laberíntica sucesión de McGuffins y quiebros en la acción que mantienen al espectador en vilo con finales de episodio por lo general climáticos –y aquí la narración es deudora audiovisual del folletín decimonónico. Lo que apuntala su éxito es eso, más la posibilidad de anular las interminables horas muertas entre emisiones en virtud de su consumo sin pausas de ningún tipo –ni publicitarias ni episódicas– a través de internet. Lost representa como ningún otro producto televisivo la conjunción de lo mejor de Dumas con lo mejor de Google: las ventajas mediatas de la postergación con las ventajas inmediatas de la saciedad.

Hemos dicho producto televisivo, pero precisamente por la unión de los factores señalados, Lost se ha constituido –como otras producciones, pero ninguna hasta tal extremo– en un fenómeno más bien paratelevisivo o incluso extratelevisivo. Al quedar colgada en la red tras su emisión, se diluye su formato de origen, se da continuidad a lo que en principio era secuencial. Más aún, el mundo cerrado en que se torna la serie –emancipada ya de cortes molestos y de horarios de emisión–, el cosmos que en ella va enigmáticamente eclosionando, llega a oponerse por su entidad fascinadora a esa televisión predominante, aún más ramplona por contraste, de los realities, la crónica social, los noticieros teñidos de amarillo y las tertulias políticas por el método Ollendorf.

Llegados a este punto, con una minoría de espectadores que ha remontado las cinco temporadas previas siguiendo los altibajos de la programación oficial, y una mayoría, sobre todo joven, que se ha buscado la vida al margen del televisor –a muchos adolescentes, ¡milagro!, la avidez les ha llevado incluso a devorar la versión original subtitulada, para ellos insufrible en otro caso cualquiera–, es cuando entra en juego el tercer factor determinante del éxito: una acertada campaña de promoción para el desenlace, que se conocerá de forma prácticamente simultánea en todo el mundo. Las dimensiones del fenómeno desbordan la pantalla. Y así, retrospectivamente, igual que cada episodio está encabezado por una recopilación de momentos significativos bajo un «previously on Lost», el día de mañana, tras el fin de la serie que está marcando una época, habrá que tomarla como conjunto unitario fundacional y decir «previously to Lost» para referirnos a todo aquello que nos perdíamos cuando aún no estábamos perdidos.

 
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