Propaganda de Estado para Forrest Gump

El mesianismo delirante de Zapatero, espoleado por el candoroso iluminismo resignado de Rajoy, lleva camino de suplantar del pedestal de mayor propagandista de la historia reciente al Tío Sam, famoso en el mundo entero desde que se descolgó de la rama de Atapuerca con aquél reclamo antropofágico del «I want you for U.S. Army»

Hemos pasado del dogma, al adoctrinamiento, del eslogan «Vota PSOE» sobre-impresionado a la altura del trigémino testicular de Butragueño, al cartel electoral «Por el pleno empleo, motivos para creer» colgando del rótulo luminoso de esta gigantesca oficina del INEM en la que se ha convertido la España «hemipléjica, idiota y totalitaria» (José Luis Gutiérrez), con 5 millones de parados guardando cola para sellar la cartilla de racionamiento. 

El gobierno de Robín de los bosques, a quien pocos niegan sus habilidades pastueñas a la hora de conducir al vulgo rocinante de encefalograma plano hasta el abrevadero de la urna, parece empeñado en construir, a golpe de frivolidades, todo un corpus doctrinal de “propaganda blanca”, manipulación desenfrenada y marketing político-electoral. Y de todos es sabido, sin necesidad de leer los escritos de Immanuel Kant, que el dogmatismo es una manifestación del fundamentalismo intelectual. 

Ni se me pasa por la cabeza pensar que los votantes de este o aquel otro partido son unos «tontos de los cojones», como en cierta ocasión llamó el alcalde de Getafe, el socialista Pedro Castro, a los votantes del PP. Pero tanto da un rebaño de ovejas merinas que reverencie el pico de la gaviota anoréxica, como otro de corderos lechazos que acostumbre a rociar con su baba el capullo de la rosa del PSOE. Los administrados que se dejan seducir por los cantos de sirena de los encantadores de serpientes sin encanto, merecen lo que tienen: mediocres flautistas de Hamelín maestros de la fabulación.  

El estado de asentimiento es, sin duda, una de las grandes trampas de la contemporaneidad borreguil. Hoy es casi un imposible encontrar un “ciudadano descreído”. Probablemente, porque como concluye el compungido Le Bon, «las multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad». Sencillamente no figura entre sus prioridades vitales. Si la turba es extraordinariamente influenciable y crédula, es, en buena medida, porque carece de sentido crítico, como cualquier animal irracional impensante.  

Hay, en suma, individuos, y son mayoría, fácilmente emocionables y de dócil convencer, que viven en un permanente estado de asentimiento y que aceptan de muy buen grado convertirse en marionetas de su persuasor, capaz de moldear la respuesta de su auditorio, a costa de verdades oficiales, mentiras absolutas, juicios de valor interesados y distorsiones de una realidad premeditadamente desfigurada. 

Algunos embaucadores son capaces de distorsionar los hechos hasta el extremo de lo inimaginable y sin embargo presentarlos de manera tan fiable que hasta el más incrédulo acaba claudicando a la intoxicación del persuasor más embustero que haya parido madre. Pero sin duda, el más peligroso de entre todas las tribus de propagandistas imaginables es el gótico panfletario, absorto en su propia infalibilidad, que en una suerte de disfunción bipolar acaba creyendo sus propias mentiras.  

El juego de la emulación, el mimetismo y el seguidismo es el favorito de la masa ignota. El hombre es, sin duda, un animal gregario de fácil contagio, que se presta gustoso a las sesiones hipnóticas de empatía política y psicológica, orquestadas por charlatanes que engolan la voz, hipnotizadores de feria de tercera y caudillos membrillos que han encontrado en el viejo discurso indigenista de los descamisados peronistas el modo de vida para prosperar a la sombra de los nuevos espacios de diversión, influencia y poder.

La atonía mental es una de las grandes plagas bíblicas de nuestro tiempo, que merece figurar al mismo nivel que los diez males de Egipto descritos en el libro del Éxodo. Y bien es sabido que la disposición natural al mínimo esfuerzo, las más de las veces conduce irremisiblemente a dejar de pensar. El pequeño burgués atocinado, adormecido hasta el extremo ausente del aletargamiento, ha sido adiestrado para asentir a pies juntillas. El “señorito satisfecho” de Ortega y Gasset parece haber sobrevivido a los incontables avatares del siglo XX.  

 

El mundo, en suma, está  lleno a reventar de esa especie gregaria de fácil pastoreo (Cocteau) que Hoffer bautizó con el título de «Los verdaderos creyentes», y que se atrevió incluso a contabilizar, millón arriba o abajo, asegurando que, puestos a sumar uno tras otro a todos estos individuos que viven en candoroso estado, podríamos estar hablando, ni más ni menos, que de un tercio de la población del mundo mundial. Ninguno de los susodichos es consciente de la tragedia que supone renegar de la inteligencia, pues no es sólo una ofensa histórica reprobable al espíritu de la Ilustración y del Racionalismo, sino un atentado execrable contra la más valiosa condición privativa del ser humano. 

A cierra ojos, son personas predispuestas a seguir consignas, sin más inquietudes pensantes que su propensión vegetativa a dejarse convencer sin mostrar ninguna resistencia; gentes deseosas de tomar partido por un partido, sea cual fuere el mitinero de turno,  y a jurar amor eterno, por los siglos de los siglos, a unas siglas; son ganado ovino y caprino militante, en el sentido agropecuario del término, con el ojo crítico del raciocinio anulado como consecuencia del desuso de la razón, tal cual un pez darviniano que aun habiendo nacido con patas, las perdió por el camino de la evolución, porque no le hacían ninguna falta para nadar bajo el agua. ¡Qué tiempos aquellos en los que la persona se definía, según Sartre, tanto por el ejercicio soberano de la libertad como de la razón!  

Desde Tito Livio hasta nuestros días, al gobernante o al aspirante a mandamás no le interesa que el votante potencial de sus siglas tenga tiempo para construir su propio criterio. Prefiere replegarse en un solo punto de vista monológico donde sólo hay lugar para la “verdad revelada”, primer escalón en el camino hacia el control de la opinión pública. 

Vivimos en un tiempo de pensamiento único al que sólo encuentro dos explicaciones, a cada cual de ellas más frustrante: o bien que ya nadie se molesta en pensar –¡Qué pereza!-, o bien que alguien piensa por todos, aprovechando la vaguería mental de la masa claudicante, que está dejándose arrastrar por concepciones binarias primarias. Es el signo gregario de este tiempo advenedizo y traicionero, donde los nuevos dueños del mundo son los profetas políticos que se disfrazan de pastores impostores para conducir el rebaño hasta la cuadra donde le tienen dispuesto el pasto, el forraje. 

¡Lástima! Un segundo antes de la decepción olímpica, como Zapatero y Gallardón yo también tenía la corazonada de que el negocio de los cinco aros entrelazados era una bonita manera de tener evadida y entretenida a la masa narcotizada, irreflexiva, acrítica, pusilánime y pastoril, para evitar que durante el ocio a alguien se le ocurra la peligrosa maldad de pensar.  

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