Protectorado lingüístico urbano

Habitar un pueblo, visitar un pueblo, es cada vez más habitar o visitar el extrarradio, un poco a trasmano pero recoleto y sin zona azul, de una ciudad cualquiera. El último paso que le quedaba al mundo rural para equipararse con el urbano, dejando a un lado lo beneficioso, ha sido la adopción de un artificio estragador que antes le era ajeno: el circunloquio hortera, al menos en aquello que tiene proyección pública. La expresión parca pero precisa de las gentes del campo está ya plenamente contaminada de los humos que se dan sus congéneres de la capital. Estos han establecido así una suerte de protectorado lingüístico, como si el habla de siempre, vivaz y certera a pesar de su concisión, no pudiera valerse por sí sola.

Aunque las necesidades de subsistir dependan en grado creciente del sector servicios, no hace falta adoptar su engolada terminología al uso. Rescátese de la ruina, con subvención de fondos públicos si se quiere, un establo de los de siempre, reponiendo la techumbre, reforzando las vigas de madera y afianzado las paredes de adobe; sitúense además paneles explicativos y déjese muy vistoso el conjunto para que el urbanita se asombre de cuán rústicos éramos antaño. Pero, por favor, a ese establo rehabilitado y glosado no se le llame Centro de Interpretación de las Actividades Pecuarias Tradicionales, con todas las mayúsculas y todo el ringorrango.

Y, por favor también, que el alcalde de ese pueblo con doscientos habitantes censados no se prodigue en el acto de inauguración con declaraciones del tipo: «Este nuevo equipamiento cultural servirá para reforzar la imagen de marca del municipio y contribuirá a ponerlo en valor dentro de la cada vez más diversificada oferta turística de nuestro entorno». Hay consejeros delegados de empresas tour operadoras que no suenan tan petardos ni tan venales. Se agradecería un poco más de la llaneza, aunque fuera embarullada, del regidor de Villar del Río, y bastante menos de la parla altisonante, regüeldos de máster en mercadotecnia a medio digerir, que gastan los políticos de hoy aun siendo pedáneos.

Por si fuera escasa la faramalla, están luego los misioneros de la cultura, los visitadores del secular palurdo hispano desasnable. El otro día, en el suplemento On Madrid, venía un reportajillo sobre un tal Fernando García Dory. El tipo se define como agroecólogo y dirige el proyecto Campo Adentro, por el que dieciocho artistas residen en catorce localidades para vivir entre sus habitantes, «con todas las complicaciones que eso tiene». Una de las peores que nos cuenta es esta: «En un pueblo estaban empeñados en que el artista era inglés y no hablaba español y no se dirigían a él por más que explicase que era de Madrid». Qué zotes, ¿verdad? Lo mejor es la suposición con que el agroecólogo, también creemos que agroetólogo, despacha semejante rareza: «Creo que debía ser por su peinado».

Con este anticipo, entré en la web de Campo Adentro, seguro de hallar suculencias mayores. En la sección informativa sobre intenciones hay un párrafo entero que pide cita: «El proyecto introduce la posibilidad de analizar las representaciones y percepciones actuales de lo rural y cómo esto influye en la construcción de la identidad. También elaborar lectura de lo rural desde la cultura contemporánea, que haga visible las amenazas y oportunidades que vive el campo español. Lo rural es esa última, acallada y persistente “otredad”, vista con aprensión y distancia unas veces, con idealizado bucolismo otras. En cualquier caso es necesario examinar este reservorio de memoria, de saberes, de relaciones con la atención que merece en un momento incierto de transformación radical. El reencuentro entre campo y ciudad puede ser clave para la transición de nuestras sociedades hacia la sostenibilidad». Así se entiende lo del madrileño confundido con un inglés: yo hubiera recurrido al mismo ardid para quitarme de encima a los brasas estos.

 
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