Razón y elogio del beber

Habrá que beber con toda la vehemencia hasta que el boletín oficial o el médico cardiólogo nos impongan la tristeza del destete. Valga el paso sedoso de un buen whisky, el equívoco amargor de la ginebra, el martini que se incorpora al torrente sanguíneo con el vigor de una catástrofe, ese brandy de calma y mansedumbre cuyo aroma permite descubrir anhelaciones felices, verdades de sobremesa, un momento de acorde entre el espíritu y el mundo. Casi se podría dar por bueno el calimocho. Pongamos que en el dominio de lo contingente la felicidad alcohólica no es más ilusoria que las demás y aún nos puede enseñar una o dos cosas.

Llegan ahora tiempos tiesos de regulación y el socialismo más cabestro afila las tijeras de castrar, sin saber que el hombre es un lobo para el hombre y para suavizarlo todo se inventó el alcohol. Ahí se desperezan los afectos, se activan los músculos risores, el contable se cree algo poeta, quien nos era indiferente se vuelve diferente, el día se redondea y por la noche el sueño es fácil y feliz. Esta humanidad que sufre y peregrina se dedicó a la bebida y al baile aunque siempre habrá eunucos que no beben, sosos que no bailan y gentes irrespetuosas que recuerdan, por tu cumpleaños, que te tienes que morir. Al final, toda fiesta tiene algún carácter sacro. En el orden de los logros humanos, el alcohol instituye referencias sensoriales donde puede aletear algo de espíritu, como en un Yquem de gran añada. El vino se vierte en la copa y la intelección olfativa nos deja suspensos en recuerdos sin nombre, en inconcreciones gratas, en abstracciones de ida y vuelta, malamente traducidas por ‘sotobosque’, ‘vainilla’ o ‘frutas negras’. De todos modos, la sinestesia es un don, afina el criterio, acrecienta la capacidad de analogía. Hablamos de la inteligencia sensual, tan afín al arraigo y la memoria.

Beber es placer y no consuelo porque las cosas horribles son horribles y por eso mismo son horribles: en España, ha sido rara la figura del que mezcla el alcohol con la moral o de algún modo busca abrevar para salvarse. En su consistencia seria, el alcohol permite un approach más bien jocundo por más que beber es otro aprendizaje en el que nadie evita aprender por el error. Como el alma, el cuerpo tiene también sus ilusiones y el alcohol sigue siendo un misterio, parcialmente evitado por quienes se esfuerzan por fermentar o destilar mejor. De pronto, hay serios motivos para el lamento porque llevamos años sin un ‘campari testarrosa’, porque hace tiempo que no vamos a París o porque últimamente nadie nos dice ‘molas mazo’: haber bebido es haber vivido y la socialización desensimisma hasta hacer de nosotros un canto rodado y no una piedra pómez. Es cuestión de reposo horaciano frente al histerismo habitual de la propaganda antialcohólica. Como siempre, el corazón tiene sus razones que el ministerio no entiende, más dado a gobernar sobre robots. El vino alegre, la cerveza fría y suculenta, están entre las certezas fundamentales de la vida.

La gente anciana del lugar aún recuerda los tiempos en que uno se podía pedir una combinación y lo que llegaba a la mesa era un vermú y no un liguero. Lo acompañaban patatas fritas, que en este país son excelentes: esa es una acepción más del rompimiento de gloria del aperitivo, momento genésico en que el mediodía vuelve a su placidez esférica, llueve exactamente como tiene que llover, el cielo logra su mejor azul o el sol luce sin molestia. Es un plazo gracioso de tiempo que se nos concede para la ecuanimidad y la puesta en valor de lo vivido. Por un instante, olvidamos la peor de las sonrisas y hay ahí –como en la noche- una posibilidad ilimitada, una posibilidad de expansión y comunicación ilimitadas. Beber es siempre algo magnánimo, como revelan los bolsillos vacíos tras las copas. Paralelamente, otra sabia tautología indica que no hay que beber por beber aunque siempre se bebe por beber.

Fraguar una ley del vino contra el poderoso gremio del país será una invitación para los bodegueros de Sudáfrica o Australia, por lo general ya millonarios. En este momento, incluso los vinos de Yecla y de Jumilla abandonaron los problemas de matemáticas de primaria para correr tras el laurel. Los accidentes de tráfico tienen menos que ver con el vino que con la licorería más salvaje, como ya saben en Francia. Pese a todo, ¿quién espera de sí mismo mucho bien? Beber dos caipirinhas y volverse a casa en coche es una irresponsabilidad pero a veces conviene caer en lo más parvo para no caer en la gravedad de desear a la mujer de tu vecino o decir una mentira: también hay que aprender a ser falible, cualidad moral mejor que ser perfecto. El alcohol humaniza mucho y reinstaura la sabiduría que fue fundamental para las sociedades: combinar, grosso modo, la virtud pública con el vicio privado. A los dieciocho años, desde luego, renta menos jugar a videojuegos o leer libros de poesía: entre los arrepentimientos de la vida está el haber pasado más tiempo con el profeta Oseas y el poeta Leopardi que en el bar. A cambio, pasan los años, llega la alta madrugada y podemos recordar aquel verso que hablaba de dulzuras y naufragios.

 
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