Un Rembrandt con matasellos

Me sorprende y no me sorprende la noticia de que se haya extraviado un aguafuerte de Rembrandt en el correo noruego. Me sorprende que la Solli Brug Gallery se decidiese por la vía barata para ahorrarse unas coronas en mensajería y seguros, cuando Noruega ni está entre los PIIGS ni es fácil que llegue a estarlo, con su divisa y su petróleo y sus forestas. Afectación de nuevo pobre, la de la galería, castigada con pérdida de paquete y con pérdida de imagen país ante quienes de verdad andamos apurados. El que es rico tiene la obligación moral de parecerlo, al menos hasta un punto tolerable, y este lo era.

No me sorprende que se eligiese el correo ordinario como medio fiable para transportar mercancía valiosa o considerada como tal. Todo depende de qué, de quién, de cómo y de dónde. Conozco a alguien que, en un sobre no muy grande y dejando el reverso en blanco, se envió desde Ámsterdam a su domicilio español un enorme canuto troncocónico, con el aroma opiáceo además en todo su esplendor. Le llegó el sobre con el borde rasgado, pegado con una tira de celo, y el interior vacío. Había muchas posibilidades de que ocurriera eso. Pero ¿un aguafuerte plano, inodoro, discreto, en definitiva, que debía recorrer el idílico trayecto entre dos puntos de la aburridamente eficaz Noruega? Que no haya alcanzado su destino me sorprende.

Me sorprende que se sorprenda la gente por considerar una imprudencia enviar un Rembrandt con el servicio postal sin más alharacas (ya he dicho arriba que lo que me sorprende en este caso es la cicatería, no la temeridad). En El hombre de Mackintosh, de John Huston, toda la acción se desencadena cuando el protagonista, interpretado por Paul Newman, roba unos diamantes a un simple cartero. ¿Qué hacía un cartero con una caja franqueada llena de diamantes? Sencillamente, según nos dice el hombre que da título a la película, pez gordo del servicio secreto británico, es el modo más adecuado de transportarlos sin levantar sospechas. Y lo que sirve para las joyas sirve para el arte, más aún si se trata de Noruega en vez de Gran Bretaña.

No me sorprende, por otra parte, que el Rembrandt no haya llegado al destinatario. Y ello, por el exceso de confianza de los noruegos, que les lleva a tener costumbres para nosotros incomprensibles. Lo confirmé durante los ochos días que pasamos allí en julio. Los pueblos suelen tener buzones de madera adosados en paneles verticales, reunidos los de varios vecinos, con el cobijo de un tejadillo a dos vertientes, también de madera. Cerca de Steinkjer, concretamente, pudimos comprobar que esos buzones tenían tapa horizontal practicable y ninguna cerradura. Por curiosidad levantamos una al azar, y sí, el correo quedaba al alcance de la mano. Puedo asegurar que no cogimos nada. Aunque la entrega del paquete con el Rembrandt fuese a ser en persona, como parece, no me sorprendería que se interpusiera alguien poco noruego y bastante avispado que ahora tiene en su casa un recuerdo sorprendente de su viaje a los fiordos.

 
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