Requisito para una hora tonta

Son las siete de la tarde. Natalia estaba citada a menos cuarto, pero parece que en la consulta del oculista hay algo de retraso. Una mujer que también aguarda el turno en la sala de espera le dice a su hijo: «Ésta es una hora tonta». Emite un suspiro leve y abre el libro que tiene sobre las rodillas. Tontamente, mirando los diseños geométricos que forman las molduras del techo, muy pasadas de moda y amarillentas ya, aunque aquí nunca se ha podido fumar, reflexiono sobre el requisito que debe cumplir una hora para que pueda conceptuarse como tonta.

Un razonamiento superficial lleva a concluir que cualquier hora es tonta en una sala de espera, cautivo como queda uno hasta que lo llamen, sin posibilidad de salir por si pierde la vez durante la ausencia, ni de planificar una actividad mínimamente productiva, porque la inminencia de la llamada impide concentrarse. Por eso en las mesitas de estas salas abundan los semanarios de información general, las revistas del corazón o las de interiorismo, pero no los veinte volúmenes de Les Rougon-Macquart, de Zola, o los sesenta y pico de la Historia de España dirigida en su día por Pidal. 

Sin embargo, no es tontería semejante la de las nueve de la mañana, la de las doce o incluso la de las cuatro de la tarde, que la de las siete. A las nueve queda casi todo el día por delante, de manera que cuando el especialista lo ha reconocido a uno, se reincorpora al trabajo como si nada, como si sólo le hubiera sonado tarde el despertador, pero en este caso con justificante. A las doce se rumia si podrá alargarse la cosa hasta que se haga la hora de comer, y se piensa en lo cara que se ha puesto la lubina. A las cuatro se sabe que no hay cortapisas para disfrutar de la tarde, y a poco que se dé prisa el doctor, incluso puede llegar uno a la primera sesión en el cine. 

Pero ¿a las siete? A las siete hay tierra quemada por detrás, con la jornada laboral trabajada casi entera, con la digestión de la lubina más que concluida, con la siesta ya descabezada, y puede que si el retraso continúa venga un erial por delante, con las tiendas ya cerradas, con el viento de otoño prematuro que empieza a levantarse, con lo poco que apetece pasear ya en manga corta, y la cena aún, a las siete, tan lejana. Aparto con la mano una cortina que filtra un sol en desmayo, capaz apenas de amarillear un poco más las molduras obsoletas del techo. Llaman a Natalia para que entre en la consulta. Mientras nos levantamos, resuelvo sin mayor prosopopeya que una hora tonta es la que engendra tonterías.

 
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