Responsabilidades políticas en el Madrid Arena

La mañana del 1 de noviembre amaneció con la terrible noticia de que tres jóvenes madrileñas habían muerto aplastadas en una avalancha humana en el Madrid Arena y que otras dos estaban muy graves. Los padres de los miles de jóvenes que esa noche habían acudido al concierto se estremecieron de horror. Presintieron que pudo ocurrirle a cualquiera de los que estaban allí, que pudieron ser muchos más, que todos aquellos jóvenes –sin saberlo- habían acudido a una ratonera mortal. Atónitos, en estado de shock, escuchamos a un tal Villanueva, con un cargo de máxima relevancia en el Ayuntamiento de Madrid, declarar con aplomo y celeridad que la organización del evento había sido perfecta. Y, puesto que algo tenía que haber fallado para que ocurriese semejante tragedia, trató de achacar la responsabilidad a alguien que había lanzado una bengala. Posteriormente se acusó a los jóvenes de estar borrachos y se intentó denigrar la forma de divertirse a la que los adultos –especialmente aquellos que se lucran de ello- les inducen.

Sin embargo, por más que haya quien intente impedirlo, la realidad de las causas que provocaron lo que allí aconteció aquella fatídica noche, va aflorando ante el pasmo de los ciudadanos y la ignominia de los que no cumplieron con su obligación de garantizar la seguridad en un recinto público. Ya son cinco las jóvenes que han perdido la vida, cinco familias destrozadas para siempre. El daño es irreparable para ellas. Para la indignada opinión pública solo con la asunción de las incuestionables responsabilidades políticas –además de las penales que determinen los tribunales- se podrá recuperar un mínimo de confianza en las instituciones. Las evidencias sobre tratos de favor, incumplimientos legales, falta de supervisión, insuficiente atención médica, gravísimas negligencias, en suma, son abrumadoras. Tratar de ocultarlas únicamente provoca que los culpables sigan incrementando sus cotas de responsabilidad.

¿Por qué no dimiten los responsables políticos de la tragedia? ¿Por qué no se les destituye? ¿Hay algún motivo por el que se esté intentando protegerles? ¿Existe miedo a que hablen si se les deja caer? Son muchos los interrogantes sin respuesta, mucho lo que es necesario investigar. ¿En cuantas ocasiones antes que en esta, se superaron aforos y se pusieron vidas en riesgo impunemente? El azar es muchas veces benevolente pero, inexorablemente, cuando se hacen las cosas sin rigor, sin cumplir los protocolos, sin prevenir los riesgos, sin profesionalidad o sin escrúpulos, antes o después acaba ocurriendo aquello que no ha sido evitado con la competencia debida. Es hora de asumir responsabilidades, de no aferrarse al cargo, de tener decencia moral y de reconocer –quién deba- que en los cargos públicos solo pueden estar personas capaces, con trayectorias y comportamientos ejemplares. Los que no puedan mirar atrás sin avergonzarse de sí mismos, que se vayan. Es lo menos que pueden hacer por respeto a esas cinco jóvenes vidas truncadas, a sus familias y a todos los jóvenes que también pudieron morir aquella atroz noche.

 
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