Salvad los restaurantes de España, II - El Imperio, Balear, La Penela

La Penela. En la prestigiosa esquina de Velázquez con Maldonado, La Penela es un restaurante gallego que vino a sustituir a un restaurante chino. Al entrar la primera vez, hace unos meses, y echar una mirada meditativa en torno, pensé que la decoración del gallego –paredes malva, marcos sin cuadro- era bien válida para un chino, pero que la del chino nunca hubiera valido para un gallego. Los códigos del mundo son complejos. La Penela tiene otra sede en Madrid, emanada de la casa nodriza en La Coruña, donde al parecer “cobran la mitad”. El chino al que vino a sustituir era un lugar perfectamente apetitoso –de los mejores de la ciudad en su género- pero no era del todo un sitio de moda: con el tiempo, uno empieza a ver que los sitios de moda son una coartada para lucir comiendo poco y, ante todo, gastando poco. Muy bien por lo del ahorro y quizá menos bien por lo de la vanidad social. La Penela tampoco parece tener visitantes cool –alzo los brazos al bondadoso cielo-, sino que uno pudo ver más bien a respetables señores de provincias vestidos de sport –camisa de cuadros, jersey de Burberry’s- con sus mujeres quizá demasiado enjoyadas y maquilladas; gente que quizá viene a una boda y buscan a un sitio donde hacer una comida del género cierto, y luego salen a la calle y el marido cree conocer la ciudad mejor de lo que en realidad la conoce. Por supuesto, un sitio que atrae a este tipo de gente es un sitio donde se come bien, y en La Penela, efectivamente, se come muy bien, aunque uno preferiría que no le asaltaran con la impudicia de ofrecerle percebes –es como si el camarero soltara una procacidad: en estos tiempos, si uno quiere percebes, va a Ernesto Prieto y se los toma en casa, con clandestinidad. En todo caso, su tortilla de patatas según la norma gallega es digna de toda celebración, las raciones son maternalmente abundantes, y el pecho de ternera asado –con unas patatitas blancas como maná o flor de nieve- no se lo salta un vegetariano. Uno, que es de la liga de la miel, prefiere las filloas con miel. Tip adicional: Viña Meín es un ribeiro que, año tras año, alcanza cotas de regularidad milagrosa. Que no engañe el precio más o menos barato porque es un vino para profesionales. 

El Imperio. A falta de que declaren a esta casa Bien de Interés Cultural, o la conviertan en un museo antropológico in vivo como las reservas sioux, este bastión astur-leonés –es decir, más leonés que asturiano- está especializado en comida gratamente arcaica: pamplinas, collejas, ortigas, lengua curada –la más radical que uno ha tomado, nada que ver con la que venden en las pocas charcuterías que aún la tienen-, morcilla de Riaño y otras especialidades del reino. Con todo, El Imperio es famoso por las setas, y esta primavera ha sido un gran sitio para tomarlas, tras al menos un otoño desastroso y otro mediocre. Como las tienen expuestas al público, a mi juicio lo que conviene es ver las setas y elegir según la pinta que tengan, para coger las más frescas. Luego, el trance se puede resolver con cañas de cerveza muy bien tiradas o un prieto picudo, para luego culminar con postres de grata bizarría –mirabeles en conserva, tarta de trucha, o esos nicanores de Boñar que podrían hacer llorar a un exiliado.

Balear. Quizá llegue el día en que comencemos a considerar “restaurantes étnicos” los restaurantes de cocina regional –aquellas marisquerías, gallegas y modestas, de Tetuán, esos asturianos que están por todas partes pero prefieren el barrio del Retiro, los manchegos y extremeños de aquello que se llamaba los Carabancheles cuando por allí paseaban Eugenia de Montijo y Mérimée. Si es por autenticidad, Balear es del todo étnico: ahí está, junto a la caja, la señora que puso la arrocería hace casi treinta años. Como el comedor no ha cambiado, uno tiene la sensación gozosa de que ha vuelto a 1983, y que al salir Madrid va a ser de nuevo un lugar lleno de renaults-cinco y en el que el salmón ahumado es un producto de lujo y no el bocadillo de los niños. Paredes color natilla y cuadros de inspiración Miami Beach. La carta de vinos es de toda circunspección y esquematismo: puede optarse por un cava peleón o incluso tomar una ‘cup’ de cava, cosa que no está mal si uno da en beberla vorazmente. Como curiosidad, en la carta tienen un vino de rareza extraordinaria –albillo de Madrid. Mi emoción al descubrir Balear apenas tuvo límites, y volví dos veces la primera semana; luego volví al cabo de un tiempo y caí en la cuenta de la vieja experiencia según la cual un restaurante decepciona cada tres veces –pero en parte somos nosotros los que hemos abonado el terreno para la decepción con nuestras expectativas. No he probado las calderetas –y hay que volver para probarlas-, pero tanto el arroz sec como el arroz brut son de una placidez conmovedora. Es digno de atención que, en el Balear, uno ha visto que todo el mundo pedía “el arroz del otro día”, “el vino de siempre” –es decir, que iban habituales, un hermano y una hermana, dos viejos amigos que quedan para comer. El tumbet, que parece un plato muy judío, y los pulpitos encebollados –pulpitos de forma inquietante- alivian la espera hasta que llega el arroz; como no nos conocen, nos disuaden de pedir tres entradas. Cabe por último referir algo no menos importante, y es que Balear, en la calle que lleva el heroico nombre de Sagunto, está en uno de los microclimas mejor conservados de Madrid, oculto a un lado de la glorieta de Iglesia –un barrio tan antañón que incluso tiene la sede de la CNT.

 
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