San Pablo y el whisky – de la ginebra al whisky – el whisky como fin de trayecto

Al pasar de la ginebra al whisky, me ha venido a la cabeza ese versículo de San Pablo en el que dice que, al hacerse hombre, “dejó de lado las cosas de niño”. Por mi parte, siempre he admirado a esos amigos capaces de tomarse seis whiskys antes de empezar a beber pero a cualquiera le gusta conservar un núcleo de lealtades básicas y –después de tantos años- uno sólo puede mantener con la ginebra una relación de agradecimiento estricto. Nos conocíamos bien. Sabíamos tratarnos. Han sido y todavía serán muchas concupiscencias plácidas, risueñas; muchos gratos galopes del corazón; en definitiva, muchas horas de barra hasta llegar al whisky. San Pablo también dice que “os he dado leche y no alimento sólido”. Es hora ya –ya no somos niños- de alimento sólido. Se llega a una edad de la gravedad, a unas inercias de la indiferencia. Es hora ya de tomar whisky.

Después de encuentros ardorosos con el whisky en la adolescencia, uno conoció un cierto efecto de rechazo, como bien puede ocurrir con las pasiones inflamables. Más allá, uno siempre mantuvo una prevención –una desconfianza- ante el whisky por su condición de compañía del alcohólico. La ginebra hace, quizá, borrachos, pero no hace alcohólicos: la diferencia es más que un matiz. Quiero decir que con ginebra la gente se atonta por euforia o por error de medición –defectos que hablan de una ingenua debilidad humana- mientras que con el whisky ya parece que uno se atonta por sistema. Es posible que el whisky ofrezca un calor, un confort más humano que la ginebra: en los bares menos recomendables -que con frecuencia son los más recomendables- no hay solitarios de ginebra sino solitarios de whisky. Así, uno pasa de la ginebra al whisky como el tenista de urbanización que de pronto saltara a la ATP.

La ginebra participa de una noción más festiva donde el whisky ahonda en conformidad y placidez. La ginebra, además, es, pese a sus propiedades digestivas, un invento hecho para hombres de aperitivo en vez de para hombres de sobremesa, como es el whisky, y en el mundo hay más hombres de sobremesa que hombres de aperitivo. Al parecer, España es, después de Escocia, el país con mayor ingesta de whisky per cápita. De alguna manera, el whisky se consolida como un activo fundamental, como un conservante para nuestro buen carácter. Ciertamente, un whisky con soda es un aperitivo hecho en las alturas, que en ningún lado rompe las armonías de lo clásico. No es que tenga amplias experiencias pero la intuición me dice que el whisky también podría ser gran maridaje para carnes radicalmente rojas, al margen del “haggis”.

La bebida de los hombres está entre el cognac, el brandy y el armagnac –en realidad, esa y no otra es la bebida- pero inmediatamente después está el whisky como copa completa y seria. Sigue la ginebra, en claro descenso. Los otros alcoholes severos –a excepción del tequila, pero el fenómeno es mexicano- sólo son parciales: el problema del oporto, por ejemplo, es que “hace falta una botella entera”, según me refirió un amigo; la grappa está poco extendida y es impráctica; el ron, salvo algunos rones de hondura excepcional, es para paladares más bien aniñados, en tanto que el vodka es poco epicúreo salvo cuando se bebe solo y a la temperatura correcta –léase: más bien helado-, y con el estómago vacío o a puerta fría. Debe ser además una destilación muy pura. Los vodkas con aditivos –vodka al limón, a la frambuesa o al pimiento de piquillo- sólo son útiles a los propósitos de la nueva coctelería, que con todo su barroquismo y su énfasis en lo dulce no ha llegado a los extremos gloriosos de la sobria coctelería clásica. Por hacer un pequeño “detour”, va siendo hora de decir que la nueva coctelería tiene mucho de espantable engendro, concebido para gente incapaz de disfrutar el alcohol sin disfraces o para chicas estudiantes de fin de semana en Las Vegas. Cada vez que veo al australiano hiper-musculado de Le Garage maniobrar y gesticular violentamente con sus distintas mezclas, recuerdo el saber hacer sacerdotal de Balmoral o de Ideal, de tantas generaciones de barmen impasibles nutriendo de alegría a la ciudad. Recuerdo la condición diamantina de sus hielos. Hoy somos menos sutiles, menos cuidadosos. De pronto, hay cócteles que casi se sirven en barreño –no es que eso sea un acelerón hacia la finura. Puestos a meditar y a lamentar, cabe también referirse a la marea abstemia de nuestros días. Ya parece que uno sólo puede beber con cómplices, alimentando esa sensación de unión que da el haber hecho cosas malas juntos. También, por tanto, recuerdo con pena tantas escenas de películas en las que uno llega a hablar con su abogado y este, con plena naturalidad, y sin inmutarse ante el hecho de que sólo son las once de la mañana, ofrece un whisky al recién venido con toda paz de espíritu. Se deja de beber y hay un apocamiento o impotencia creativa generalizada. Beber tenía algo de arte plenamente imbricado con la vida, conservador por lo empírico. Al separarlo de la vida, algo se pierde. Me consta que cada vez soy un compañero de almuerzo más aburrido pero es que la gracia se queda con la copa que se queda sin tomar. No beber rebaja los espíritus aunque imagino que es idóneo para el sistema cardiovascular.

Observo que pasar de la ginebra al whisky es como pasar de la precipitación al silencio. El whisky es de naturaleza menos locuaz, y está bien que así sea pues uno se ahorra tantas palabras de ociosidad o imprudencias reveladas como conlleva la precipitación alcohólica de la ginebra. Ahora toca explorar el mundinovi plural que ofrece el whisky –maltas, destilerías, edades, zonas, islas-: en todo caso, algo de maravilla tendrá el whisky que aquellos pueblos absolutamente rudos, lanudos, y poco dispuestos a poetizar lo llamaron “agua de la vida”. En realidad, se llega al whisky como estación Termini, como fin de un trayecto. Quizá tenga algo de escepticismo frente a la afirmación absoluta que era la ginebra, cuando el mundo entero cabía en una copa.

 
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